jueves, 31 de diciembre de 2009

STIRNER (26 octubre 1806 – 23 de junio 1856)* x Miguel Gimenez Igualada


IN MEMORIAN

A Emile Armand, anarquista individualista, como ofrenda de profunda admiración y gran cariño.
M. G. I.



Hoy, día 23 de junio de 1956,

Hace cien años que murió Juan Gaspar Schmidt,

Nacido en Bayreuth, Alemania,

El 25 de octubre de 1806.

Este hombre singular dio a luz el libro más original y atrevido que vieron los siglos, El Único y su Propiedad, firmándolo con el nombre de Max Stirner.

Como homenaje de agradecimiento a quien me ofreció un manantial de pensamiento virgen, en el cual abrevé, suena como mi palabra, quizá sola en el mundo.**

Miguel Gimenez Igualada.

VIBRACIÓN (A manera de prólogo)

Cuando por primera vez vibró la materia humana, vibró el Universo entero; al vibrar, el hombre se concibió y, al concebirse, adquirió el conocimiento de sí y de la obra creada.

Decir hombre es decir cosmos: creador, criatura, ambiente y obra.

Sin el hombre no hubiera habido bondad en el cosmos, ni belleza ni alegría. El creó el llanto y la risa, el dolor, el placer, la justicia, la religión y la ciencia. Por él viven dios y el fósil. De él dependen lo humano y lo inhumano, lo político, lo religioso y lo ateo.

Se creó al crear y creando se aumenta, se aumenta, se ensancha, se agranda, se eleva – última y más importante dirección dimensional del hombre que quiere ser unidad, conjunto, Todo.

Porque sólo en el hombre vibra el cosmos, sólo él puede expresarlo. Lo que él no expresa, no existe.

Existe Dios porque el hombre lo creó. Fue una lucubración suya, un deseo, un ensueño, un concepto. Quizá por temor a caer en egolatría, lo hizo ideal de sí mismo, personificando el ideal en ser de su creación.

Es que a cuanto vio o soñó, ve o sueña, el hombre le comunica su vida, su vibración.

Creó el tiempo y el espacio, lo finito y lo infinito, y no hay tiempo, ni espacio ni límites para él. Su pensamiento, única afirmación de su vida, se proyecta en el espacio, destruye las barreras que limitan y barrena el infinito.

La palabra que puso en labios de Cristo, y que hizo hablar antes a Buda, es la expresión de sus mensajes de luz, luz de mañana que ha de alumbrar los siglos que serán, y luz de ayer que alumbró los siglos que pasaron. Y es que los pasos del hombre traspasan la prehistoria y se pierden en el tiempo, hacia el futuro.

Por eso, sólo el hombre es capaz de poetar, es decir, de crear, y sólo él puede hurgar en el bagaje que otro hombre, su antecesor, fue dejando en las tinieblas del ayer, para exponerlo al hoy que él alumbra, hoy en que hace resumen de lo pretérito y transforma en pedestal para lanzarse al mañana.

No todas las criaturas han vibrado; no todas, para nuestra desgracia, vibrarán; no todas alcanzan ni han alcanzado el poder de traspasar el tiempo y el espacio. Algunas sólo son, están ahí, sin conciencia de sí mismas, sin vida, sin vibración. Son dolor y no están capacitados para transformar el dolor en placer.

Porque sólo es hombre y creador el que tiene conciencia de ser unidad de valor dentro del cosmos, sintiendo vibrar en su unidad.

CAPÍTULO I

PARTOS DEL SIGLO XIX


Una cabeza que forja pensamientos, es algo que no admite comparación. Pues ¿qué nido de águilas puede hacerse en altura que el hombre no escale, ni qué montaña llenar los firmamentos que él no llene?

Preñez de hombres traía el siglo XIX en su matriz fecundada, por lo que no podía desaparecer sin dejar plantados en la vida a dos de sus hijos, encargados de lanzar a sus hermanos los mensajes que extrajeron de las canteras de la hombría.

Así, a poco de llegar, y destinándolo a sacudir los cimientos de una sociedad en decadencia, da a luz su primer hijo, Stirner, y, en seguida, para quitar las telarañas que podría haber dejado el primero en los cerebros crédulos, pare a su segundo, Darwin. Por ellos, el siglo XIX será de conmoción: volcán que lanzará pensamientos como larvas hirvientes.

Después del parto sonríe contento y satisfecho: no será un siglo oscuro, como lo fueron tantos y tantos de sus hermanos, sino un siglo que marcará una época: en medio de criaturas que, como ceros humanos, vegetan y mueren sin nombre y sin luz, ha plantado, para que alumbren los siglos venideros, dos hombres que traen las alforjas bien servidas.

Los siglos anteriores, los de la decadencia griega, pusieron en circulación un ensayo de hombre: Jesús; pero este doble parto es una realidad: la hombría ha desbordado por haber adquirido su máxima potencia. Stirner y Darwin son dos faros que alumbrarán un mundo en tinieblas por haber recogido en sí la luz que no pudo brillar desde Tales acá.

Su primer estallido, su primera erupción, terremoto que sacude el planeta y los espacios, se produce en 1844, cuando el siglo está en su madurez, con la aparición de El Único y su propiedad, obra de su primer hijo; las segundas y terceras tienen lugar, una en el año 1859 al aparecer El Origen de las Especies, que clava un hito en la historia de las ciencias biológicas, y otra en 1871, en el que Darwin habla al mundo de El Origen del Hombre, echando no sólo del paraíso a Adán y a Eva, sino fuera del mundo, al demostrar que sólo fueron una entelequia y no los padres del género humano.

¡Qué conmoción se produce en el planeta! ¡Qué discusiones se oyen por todas partes! ¡Qué maldiciones brotan de los labios creyentes!

Es que el siglo ha parido dos hombres y, por consiguiente, las obras y proezas que han de realizar se salen de la Tierra para llenar el Cosmos, pues pensamientos cósmicos pueblan los cerebros de esos únicos.

Porque Sócrates, Platón y Aristóteles no son helenos, sino precursores del Dios Uno y Trino, entierran todo cuanto al individuo pertenece, cosiéndole los labios para que ni pueda hablar ni pueda reír, pues si con Tales y los filósofos de su escuela el hombre es incitado a entablar lucha con el mundo para dominarlo, con Sócrates, con Platón y con Aristóteles se invita a los hombres al desprecio de los bienes terrenos, a creer en la Idea y a adorar a Dios.

Unos y otros representan las dos corrientes que el mundo ha de seguir, los dos caminos por los que va a andar, los dos principios o conceptos sobre los que los hombres van a normar su vida. Triunfadores los últimos, a poco andar va desapareciendo la gracia helena y con ella la alegría del vivir, sucediendo las terracotas de Tanagra a los majestuosos mármoles de Fidias.

Y llega el Cristo, se prohíbe pensar y se empequeñece al hombre, entrando en la Edad Media con su cortejo de oscuridad. Y aunque se produce una especie de Renacimiento, la vida cae en el sopor. Se rumia lo pensado, no se piensa. Cristo impera, y con él entran e imperan en el mundo Sócrates, Platón y Aristóteles, sus precursores.

Pero como la corriente de la hombría no puede ser detenida ni desviada, aunque proscritos, los hombres trabajan en la sombra, en la clandestinidad, cavando un túnel en el tiempo por el que se asoman al siglo XIX.

Por eso, Stirner, heredero de los Tales y los Anaximandro, se esfuerza, como ellos, en poner el mundo al servicio del hombre, para lo cual se sale de la Tierra, se eleva a los espacios, hallando en todo un inmenso vacío: el dios aristotélico, al que tanto se teme, es un fantasma creado por imaginaciones calenturientas; los caminos del hombre están libres de estorbos y puede recorrerlos sin temores.

¡Cómo hubiera gozado Stirner, si hubiera vivido, con las afirmaciones de su hermano Darwin! En potencia y en verdad, la gloria estaba en la Tierra, llenándola toda, y lo estaría mañana en realidad si unas criaturas tras otras fueran abandonando sus falsas posiciones de ceros de la especie para adquirir la jerarquía de unidades, de individuos, de hombres, de únicos.

Porque si no hay dioses, podemos entendernos los que vivimos en esta tierra, que ya no debe ser valle de lágrimas.

CAPÍTULO II

EL HOMBRE


Dame frentes anchas y despejadas que sean como cielos limpios y abiertos por los que circulan mundos de luz.

No se conoce a Stirner. Los filósofos, que deberían conocerle, sienten pánico ante el irreverente que se levanta contra todos los dogmas divinos y humanos, y los libertarios, que no debían ignorarlo, sólo han leído extractos intencionalmente tergiversados de su portentosa obra o mal hilvanadas críticas de quienes no pudieron comprenderle.

Hoy hace cien años que Stirner murió, y como el mundo de la hipocresía, y el de la barbarie, y el de la cobardía siguen siendo los mismos que cuan él escribió, sus pensamientos, de los que extrajeron grandes enseñanzas los grandes libertarios que le sucedieron, parecen, por lo frescos, claros y puros, como si acabaran de ser fundidos.

Pero mirémosle que está ahí, ante nosotros.

Por ser hijo del siglo, fue éste, su gran padre, quien le dio marca y nombre. Marca, porque le obsequió una frente despejada y hermosa; nombre, para que realzara sus atributos.

En la pila bautismal lo adoptaron Juan Gaspar, es decir, cero, nada; el siglo, no conforme, lo bautizó con la luz. Su nombre sería Stirner, el de la frente bella y luminosa: era su hijo predilecto y no podía consentir que tuviera nombre cristiano, porque no sería un seguidor de Cristo.

Y como tampoco tenía antecedente, porque se habían extinguido el árbol genealógico de los Mileto, no le era preciso el patronímico. Stirner, hijo del Tiempo, llenaría de luz los siglos venideros.

Porque bullen los pensamientos dentro de aquella gran caja craneana, sus jóvenes amigos le llaman como el siglo, y en la Universidad se le conoce por Stirner, el de frente hermosa. Sin duda ven o adivinan lo que hierve aquella cabeza sin igual.

Necesitando el lenguaje como instrumento necesario, precioso y seguro para expresar con belleza y galanura los pensamientos que anidan en su cerebro joven, se hace filólogo, anhelante de saber lo que en sí lleva cada palabra, su formación y origen, puesto que por las palabras que legaron al mundo puede conocerse a los hombres que les dieron vida; porque necesita saber discurrir acerca de las cosas y de los hechos que engendran las cosas, estudia filosofía. Con esas armas, que sólo el único sabe y puede esgrimir, arremete contra las ideas de Dios y de Estado, consideradas por él como las más nocivas que puede albergar en su cerebro la criatura humana.

Estudia con Hegel en la Universidad de Berlín; pero pronto se enfrenta a su maestro, metafísico con grandes visos de racionalismo. ¡Quién hubiera podido imaginar entonces que aquel joven de ancha frente, ojos azules y mirada clara y soñadora habría de ser el mayor inconformista que, hasta su llegada, conociera el género humano!

Michelet, que figuraba entonces a la cabeza de la izquierda hegeliana, da unos cursos en la Universidad de Berlín, y, sabedor de ello, allá corre Stirner, ansioso de beber en la fuente el pensamiento puro. Pero tampoco le satisface, tampoco le conforma. Se ha producido un divorcio entre maestros y discípulos, y aquella mente poderosa anda trazando camino nuevo.

En 1835 aparece La Vida de Jesús, de Strauss, produciendo honda conmoción en las esferas del intelectualismo alemán. Eran momentos en que parecía que en el jardín de la vida intelectual las creencias en la divinidad florecían por última vez; pero Strauss, que poetiza las leyendas religiosas, haciéndolas más atractivas y bellas, refuerza la idea de Dios. En La Vida de Jesús, el Cristo es más dios no más hombre que en la leyenda bíblica. Y es que el racionalismo de Hegel, reforzado por Bruno Baüer, Strauss y Feuerbach, es en el fondo una exacerbación del teologismo.

Se dice que Hegel ha sido superado, que el concepto de libertad individual, y aun de individuo, van a florecer, pero el protestantismo, que baja a Dios de las alturas para sentarlo en cada hogar a que presida las reuniones familiares, refuerza, que no destruye, la idea de divinidad.

Por eso, los teólogos terminan por abrazarse al Hombre-Dios de Strauss, y los pocos que se atreven a escudriñar en la Biblia, unos aceptan como verdades las leyendas que otros poetizan, y aquéllos prestan oídos a las herejías que ayer les asustaron. Así, muchos creen, pocos piensan y todos discuten, en tanto Marx y Engels, que merodean por aquellos cenáculos, hacen suya la dialéctica hegeliana, que tanta falta ha de hacerles para apoyar sus teorías del Dios-Estado.

De aquella época se conservan tres libros: La Vida de Jesús, de Strauss, La Esencia del Cristianismo, de Feuerbach y El Único y su Propiedad, de Stirner. El más firme, recio, enjundioso y rico, el que se mantiene más seguro, es El Único y su Propiedad, que es el que con mayor empuje conmueve los cimientos de lo viejo; el que, por su mayor originalidad, encierra en sus páginas más pensamientos nuevos y audaces; el que obliga a pensar. Strauss y Feuerbach son cristianos, aunque el último se llame ateo. Stirner, que no necesita hacer gala de ateísmo, es el supremo negador de Dios.

En el libro de Feuerbach, que encarna el ateísmo racionalista de aquellos años, germina el socialismo -Lasalle y Feuerbach son amigos, coincidiendo en las aspectos teóricos de la teología racionalista-, que, por no poder ser negador absoluto de la divinidad y, por consiguiente, de la autoridad, traslada ambas a la Tierra, conservando para la Sociedad, convertida por ellos en Diosa, las mismas prerrogativas terrestres que se le conceden a Dios en el cielo.

El socialismo es, pues, aunque negador del Cristo, una secta cristiana: niega al Dios de las alturas, pero erige altares al Estado, que es su Dios, y hasta tiene su iconografía. Así, puede decir Lenin que “la libertad es un prejuicio burgués”, como es también un prejuicio para los socialistas ser propietario. Como el antiguo cristianismo, su antecesor, el socialismo llega a ser la religión de los indigentes, de los que ni quieren ser ni apetecen tener. Las grandes casas colectivas de hoy son las sucesoras de las iglesias, casas colectivas de ayer, y la familia proletaria es la misma familia cristiana que ha cambiado de nombre. Por eso, si ayer se quemaba a quien negaba a Dios, hoy se fusila a quien niega al Estado, porque ni en la casa de Dios ni en la casa del Pueblo caben los hombres.

¿Qué los socialistas se ríen de la ley mosaica? Es cierto, es cierto; pero no es menos verdad que obligan a que se acepte la ley del Estado, y que los mandamientos de éste, de origen tan dudoso como los de Moisés, son igualmente imperativos e inexorables, así como las contribuciones e impuestos son tan onerosos como los diezmos y primicias, sirviendo unos para mantener gordos y lustrosos a los jerarcas políticos, como sirvieron otros para mantener lustrosos y gordos a los obispos.[1]

Un ministros socialista actual pide para sí los fueros de un cardenal, y los gobernadores de provincia se equiparan a los viejos epíscopos. De ahí que invoquen los mismos derechos -¡oh los derechos divinos y humanos cómo se confunden!- para dirigirse a la masa, disputándose fieramente su catequización. Y no se catequizan hombres, tengámoslo por seguro, sino espectros de hombres, ceros humanos. La orden, que no máxima, de Ignacio de Loyola se acepta y práctica igualmente por cristianos y socialistas: serás como bordón de ciego que carece de voluntad para moverse.

Y como reformar es reforzar, refuerza quien reforma. De ahí que, con justicia, al luteranismo se llame Reforma: Lutero reformó y reforzó la idea de Dios, que se difuminaba, se deshacía, se perdía en la Edad Media. Por eso, bien mirado, ésta no termina en 1459 con la caída de Constantinopla en manos de los turcos dando así fin al Imperio Bizantino, sino que es Lutero quien la entierra, porque con él es con quien se produce la ruptura con la época anterior. El día en que Lutero (1517) clava en las puertas de la Iglesia de Wittenberg sus noventa y cinco tesis contra el catolicismo, empieza la Reforma y, por consiguiente, nueva época histórica, ya que la caída de Bizancio no representa en sí más que un episodio, una escaramuza guerrera con suerte para el turco y desgracia para el bizantino. Con él, pues, con Lutero, muere la Edad Media y empieza la Moderna, que es la del Socialismo, o sea la de lo colectivo o común contra la unidad humana; la del rebaño contra el individuo; la de la masa contra el hombre.

Forzosamente tuvo que nacer el marxismo en la tierra abonada por el protestante, pues Carlos Marx es tan luterano como Lutero, su padre putativo, tan protestante y tan reformador y tan reforzador como él. Pensándolo con detenimiento y examinando con cuidado y atención el movimiento intelectual de la Alemania del siglo XIX, se explica fácilmente que el socialismo naciera en la patria de Lutero, y que Marx, hijo de un judío alemán, fuera quien le infundiera aliento y le prestara vida. Israel y Alemania son dos pueblos que se consideran los elegidos, y Marx, criado y cultivado en ese doble ambiente de religión y autoritarismo, creyó, como nuevo Mesías descendiente de Moisés y de Wotan, que era el elegido para reencarnar al nuevo Dios Estado. En el fondo de la conciencia de Marx germinaba un fuerte sentimiento religioso -religo-, por lo cual, pensaba, debían unirse (supeditarse, esclavizarse voluntariamente, que es la más abyecta de las esclavitudes) las criaturas al Estado. La idea de Dios no llegó a alcanzar tal desarrollo en la Edad Media como el socialismo (marxismo) ha alcanzado en la actual, habiendo superado al luteranismo, del que es un descendiente directo, legítimo.

Decía el luterano Hegel que el Estado era la realidad de la vida moral, porque era la manifestación de Dios en la Tierra. De ahí que necesitara hacer también patente la idea del Príncipe, de Primero, encarnado en él la idea de Estado, siendo el Príncipe una especie de Dios frente al cual las criaturas son ceros sin valor. No tiene nada de extraño que en aquella Alemania creyente triunfara Hegel, máximo cantor del despotismo. El gobierno prusiano pagó su celo haciendo que la filosofía hegeliana llegara a ser, obligatoriamente la filosofía oficial del Estado. Hegel coincidió con Calvino en que la Iglesia y el Estado eran instituciones divinas, y con Marx en que el Estado es el regulador de la vida. Los grandes déspotas “doctrinarios” Lenin y Stalin, Hitler y Mussolini pensaron de igual modo. Y es que no hay diferencia alguna entre la concepción hegeliana del Estado, la concepción hitlerista, la marxista y la mussoliniana, aunque llegaran a ella por diferentes caminos. El Estado, única fuerza moral, es el regulador de la vida (Wotan). No en balde Marx fue un hegeliano, no en balde Hegel fue un fervoroso luterano, y no en balde Mussolini e Hitler fueron, y hasta que desaparecieron, después de llenar el mundo de los hombres, de angustia, de dolor y de lágrimas, unos socialistas convencidos, componiendo entre ellos el alto clero del Socialismo.[2]

Solo, desafiante, erguido frente a todos, levanta Stirner su potente voz negando a dioses, papas, príncipes y gobiernos sus derechos divinos y humanos, señalando con su índice acusador a los teólogos de todos los pelajes y creencias que, amparados en falsos principios, que erigen en doctrinas sagradas, esquilman a los hombres.

Ante su potente voz, todo tiembla; ante su piqueta, todo se desmorona.

Y con ello se explica que todos los religiosos lo odien: entre los rebaños. Stirner es el hombre; entre los ceros humanos, Stirner es la unidad de valor; entre los que permiten que se les divida., Stirner es el individuo, el indiviso; entre los que, por miedo, permanecen mudos, Stirner es el que habla, y por lo tanto, el rebelde, el insumiso, el Único, el que envía a los hombres, sus hermanos, el mensaje de libertad que no había sido escuchado nunca en el planeta.

CAPÍTULO III

LA OBRA


No es oficio de hombre el de conquistar cuerpos para someterlos y después devorarlos, que eso es propio de animales rapaces; el oficio del hombre es el de crear luz. Por eso dijo Stirner: “Soy como una vela que alumbra y se consume”. Una vela, es decir, una luz. Y ese fue su oficio.

Quien abra El Único y su Propiedad, lo primero que leerá es lo siguiente: “Yo no he basado mi causa sobre nada”, título del proemio; pero si al empezar a leer se asusta, mejor que tire el libro, porque El Único no fue escrito para gentes miedosas, creyentes en Dios, en la Ley, en el Estado, en la Justicia, en la Verdad, en el Príncipe, en el Espíritu o en la Patria, causas en las que todos o casi todos fundan o cimentan su propia causa, sino para los que creen en sí, pues termina su corto proemio con estas palabras:

“¡Malhaya toda causa que no es entera y exclusivamente mía!... Yo soy mi causa, y no soy ni bueno ni malo, porque para mí esas son palabras”.

Ya sabemos, pues, que Stirner basa su causa en él, ya que su causa “no es divina ni humana; no es lo verdadero ni lo justo ni lo libre; es lo mío; no es general, sino única, como yo soy único”.

Por eso, páginas más adelante, y después de arremeter contra el Espíritu -idea de espíritu-, exclama: “Para mí nada está por encima de mí”. “Y no me asusta la blasfemia, porque no tengo miedo”, pues si “lo divino mira a Dios y lo humano mira al hombre”, yo me miro a mí.

Hasta que Stirner llegó nunca se pronunciaron tales irreverencias, de aquí que se le pague con el desprecio, echándole los creyentes mil maldiciones que él escucha siempre con olímpico desdén.

Al hablar de la Moral, diosa que también exige sus sacrificios, dice:

“Sócrates, hombre perfectamente moral, desprecia los ofrecimientos de Critón para que se escape de la cárcel, y por sometimiento a la Moral, Sócrates muere”. Y es que Sócrates -decimos nosotros- no podía hacer otra cosa porque el sofista carecía de sentido de libertad y hasta del de personalidad, aferrado como estaba a la Moral. En Sócrates, la Moral era una religión por la cual moría. Con su renuncia a la vida pretende que quede a salvo el principio moral -salvar las ideas aunque perezca el hombre, principio del religioso Platón-, y la Moral no triunfa y el hombre muere. La causa de Sócrates es la causa de la Moral, Dios impiadoso que, como los demás dioses, exige sacrificios.

Y es que “el fanatismo -continúa Stirner- es propio especialmente de las gentes cultas, porque la cultura de un hombre está en relación con el interés que toma por las cosas del espíritu, y este interés, si es fuerte y vivaz, no puede ser más que fanatismo, interés por lo sagrado (fanum)”.

Y debemos preguntarnos nosotros para ver cómo, aunque cambiamos en lo exterior, que no en su entraña, se perpetúan las ideas socráticas. ¿No ponen nuestros demócratas de hoy, y nuestros socialistas, y nuestros comunistas, y nuestros sindicalistas y nuestros conservadores tanto fanatismo en sus acciones como los jesuitas? Como Sócrates, todos están dispuestos a morir por su causa, que es Dios. No obstante, todos se llaman hombres libres, ya sean liberales que hablan, como Feuerbach, del hombre-dios, ya comunistas que hablan del hombre-masa.

Al referirse a la libertad, siempre tan juicioso como irreverente, Stirner dice:

“¿No aspira el espíritu a la libertad? – ¡Ay!, no es sólo mi espíritu, es toda mi carne la que arde sin cesar en el mismo deseo”.

Y pone un ejemplo:

Cuando piensas en lo que los demás tienen y tú no disfrutas, “lo que quieres no es libertad de tener esas bellas cosas, porque la libertad no te las da; lo que quieres son esas mismas cosas, llamarlas tuyas, poseerlas en propiedad. ¿De qué te sirve una libertad que nada te da? Si te libras de todo, no tendrás nada, porque la libertad está, por esencia, vacía de todo”.

“No encuentro nada que desaprobar en la libertad; pero te deseo más que libertad: que tengas lo que necesitas y apeteces, porque no te basta ser libre, debes ser más: propietario”:

“La libertad es la doctrina del cristianismo. Así dice: “Sois llamados, queridos hermanos, a la libertad”.

“¿Pero debemos rechazar la libertad porque se revela como ideal cristiano? No debemos perder nada; sólo debemos hacer propio lo que se nos presenta como ideal de libertad”.

“¡Qué diferencia entre la libertad y la individualidad! Porque se puede estar sin muchas cosas, pero no se puede estar sin nada. La libertad no existe más que en el mundo de los sueños; pero la individualidad, propiedad mía, es, en cambio, mi exigencia y mi realidad. Soy libre de lo que no tengo; soy propietario de lo que está en mi poder”.

“Entregando en servidumbre a un dueño, no pongo mis miras más que en mí… y como no tengo la mira más que en mí, cogeré la primera ocasión que se me presente y aplastaré a mi dueño. Y estaré libre de él y de su látigo. Y mi acción será la consecuencia de mi egoísmo”.

“Piensa maduradamente en ello y decide si inscribirás en tu bandera la palabra libertad, un sueño, o el individualismo, una realidad. La libertad activa tus cóleras contra todo lo que no sea ustedes; el egoísmo te llama al goce de ustedes mismos, a la alegría de ser; la libertad es una aspiración, una esperanza cristiana de porvenir, la individualidad es una realidad que por sí misma suprime toda traba a la libertad”. “El individuo es radicalmente libre; el libre es un soñador”. “Mi libertad no llega a ser completa más que cuando es mi poder; por este último tan sólo ceso de ser libre para hacerme individuo, poseedor”.

Y más adelante, continuando con el mismo tema, ya que los cambios no significan más que mayor exaltación del individuo, afirma:

“El hombre es un ideal; la especie, un pensamiento. Para mí, ser hombre es ser individuo… Yo soy quien soy… porque soy sin regla, sin ley, sin modelo. Quizá pueda hacer poco, pero ese poco vale más que lo que pudieran hacer de mí una fuerza extraña: Dios, la Moral, la Religión, la Ley o el Estado”.

«… los reformadores sociales me dicen que el individuo no tiene más derechos que los que la Sociedad le otorga, es decir, que tiene derechos si vive no como individuo, sino como persona legal. Y lo mismo me dicen los cristianos, y los comunistas, y los socialistas, y los libertarios, ignorando o queriendo ignorar que quien me da derechos puede quitármelos cuando le plazca, pues si no me someto, la Sociedad, el Estado, el Príncipe o el Presidente pueden declararme fuera de su ley, acumulándome cualquier crimen social o de lesa patria. Y es que en Sociedad forzoso es decir como decía Eurípides: “Nosotros servimos a los dioses, cualesquiera que sean. Es decir: la ley, sea la que sea; dios, sea el que sea. Y en eso estamos como hace seis mil años”».

Lo anterior explica por qué “mi voluntad individual es destructora del Estado; así, él la deshorna con el nombre de indisciplina. La voluntad individual y el Estado son potencias enemigas entre las que no es posible la paz”, porque “el poder del Estado se manifiesta bajo poder de compulsión: emplea la fuerza. Esa fuerza, cuando la emplea el Estado contra mí la llama derecho, y cuando la empleo yo contra el Estado, la llama crimen”.

“Ahora bien, cuando el individuo considera que el Estado es un Dios al que debe respeto, o sea que el Estado es sagrado, lo respeta y acata; pero si el individuo se considera por encima del Estado, trata de destruirlo. Los bárbaros emperadores romanos hablaron del sacram autoritatem, y Augusto, sagrado él mismo, convierte a Roma en la Urbs sacra. Bruto, que no respeta las investiduras sagradas, atenta contra el César”.

CAPÍTULO IV

CRÍTICA


Hombre: abre la ventana de tu intelecto a todos los vientos y cuando te hayas bañado en ellos, juzga y dinos, con criterio sereno, cuál fue el más puro.

Para comprender a Stirner no nos sirve el lenguaje del cristianismo, porque muchas veces da a las palabras un significado que, aunque real y lógico, el cristianismo no acepta: tal ocurre con individuo, personalidad, egoísta, autónomo, autócrata, quiere decir que se gobierna a sí, y ese autocratismo, y no otro, es el que recomienda, sabiendo como sabe, que no puede ser egoísta -cultivador de su ego- más que el que es dueño y señor de sí mismo. Por eso, la asociación de que él habla es una asociación de autócratas, de autónomos, de señores de sí, de anarquistas, de únicos, entendiendo por anarquistas no sólo el que no acepta gobierno exterior o fuerza exterior que lo gobierne, sino el que se niega a imponer su voluntad a nadie. De ahí que llame a los hombres -la sola llamada que registra la historia, porque es la llamada de una conciencia sin par- a que sean unidades de valor, no a parecerlo, porque solamente entre individuos de altura, entre únicos, puede haber entendimiento y comprensión, y porque solamente entre ellos, entre egoístas, cultivadores de su personalidad, puede disfrutarse de verdadera libertad.

Y ése es el motivo de no dar a sus conclusiones carácter de doctrina, como hacen los que se consideran creadores de ideas, partidos, organizaciones o religiones, pues la doctrina liga y obliga, y él desea que nadie se halle investido de poderes para organizar y dirigir la vida de otro. Así, cuando busca a los hombres -goza grandemente con el trato de las gentes-, quiere hallar en cada uno un único con deseos propios, con particulares necesidades, con singulares pensamientos; busca únicos con voluntad de serlo, amándose a sí mismos lo suficiente para no envilecerse poniendo su salvación en manos ajenas, por lo que se niegan a jerarquizar las actividades del hombre, no apeteciendo amos ni esclavos; busca a los hombres como asociados -“tómame, dice, y gástame en tu beneficio, como yo te tomo y te gasto en el mío”-, no como cosas sobre las que encaramarse para alcanzar el poder, pues aunque quiere ser poderoso -poder de sí y en sí, fuerza interior y propia-, no lo ansía para obligar a persona alguna a que piense o actúe como a él le plazca, sino para que ningún poder divino ni humano pueda acallar su voz ni torcer su pensamiento. De ahí que cuando exalta la fuerza no se refiere a la fuerza de someter, sino, al contrario, a la fuerza que no permite ser sometido.

Considerando que el ser y el tener son iguales -no es, para él, el que no posee la propiedad de su individualidad, que es el mayor tesoro, y no tiene el que no es personal o sea individual-, les dice a los hombres: “No serás más que cuando seas propietarios y no tendrás propiedad más que cuando pierdas el respeto a la propiedad, del mismo modo que los esclavos dejan de serlo y se hacen hombres cuando en su señor pierden el respeto al señor”. Y como los individualistas, libres en plenitud de gozo, no llegarían a serlo en tanto tengan que alquilar su inteligencia o sus brazos, invita a los hombres a no desertar del trabajo, pero sí a no trabajar para otro. “Trabaja para ti, dice, y no para ninguna otra persona que no seas tú; para tu asociación y no para otra a la que tú no le hayas dado vida y de la que formes parte como socio interesado”.

“Si trabajas para ti, no tendrás señor que te ordene ni amo que te explote, pues el señor llega a serlo cuando tú, humilde y reverente, lo eriges en tal, y deja de serlo en cuanto te niegas a arrodillarte ante él. Pon, pues, a tu servicio tu propia voluntad y no al servicio de persona alguna”.

¿Pueden hablar así nuestros sindicalistas, cualquiera que sea su posición ideológica o doctrinaria, como ellos la llaman? No, no pueden, porque si algún día llegaran a hablar así sería porque habían dejado de ser pastores de rebaños humanos.

Si a los obreros se les aconsejara no la producción, sino la insumisión; si se les hiciera desear la propiedad y gustar la hombría, en lugar de trabajar para el burgués, trabajarían para ellos, y el burgués, que lo será mientras tenga asalariados a su servicio, tendría que asociarse con los que se hallan capacitados para producir. Y entonces desaparecerían los sindicatos, esa tiranía, como desaparecerán las iglesias en cuanto desaparezca el temor a Dios.

Compréndase por qué se pronuncia la palabra individualista con desprecio y por qué quiere hacerse sinónima de inhumano. Se llega a la unicidad, o sea a la hombría, cuando se hacen resaltar las potencias de la individualidad; cuando no se vive en dependencia de nadie, hombre o dios, ideo o sociedad; cuando se quiere ser y se apetece tener: pan e ideas, pan propio que a nadie se le deba e ideas propias que hayan germinado en el propio cerebro. Porque no hay individualidad en la humanidad tomada en su conjunto; hay individualidad en el ego. De uno a uno puede haber entendimiento y comercio, en tanto que pueblo nadie puede entenderse con nadie, porque el único estorba al Estado y al pueblo le es necesario. Entre individuos, el individuo se une a otro, porque un egoísta puede unirse a otro egoísta y entre varios formar una asociación.

“Yo no pretendo -y es Stirner el que habla- tener o ser nada particular que me haga pasar antes que los demás; yo no quiero beneficiarme a sus expensas de ningún privilegio; pero yo no me mido con la medida de los demás, y si no quiero sinrazón en mi favor, no quiero tampoco ninguna clase de derecho. Yo quiero ser todo lo que puedo ser, tener todo lo que puedo tener. Que los otros sean o tengan algo análogo, no me importa. Tener lo que yo tengo y ser lo que yo soy, no lo pueden”.

Y ruego a los lectores presten atención a las siguientes palabras:

“Porque, he descubierto en ti el don de iluminar mi vida, he hecho de ti mi compañero. Tómame a mí como yo te tomo a ti y empléame como yo te empleo. Yo hago de ti mi propiedad, haz tú de mí la tuya”. Pero para ello es preciso que empieces por ser propietario de ti mismo. “Mi individualidad -continúa diciendo-, es decir, mi propiedad soy yo mismo. Yo soy en todo tiempo y en todas circunstancias mío, y desde el momento que entiendo ser mío, no me prostituyo”. No te prostituyas tú y podremos hacer el camino juntos, de la mano.

¿Quién habla así? El anarquista individualista Stirner; el hombre que sin llamarse moral dio al mundo la moral más recia y elevada que el mundo viera.

Stirner mató en él los odios, todos los odios, hasta los rencores, porque colocado al margen de todas las creencias que enseñan a odiar a quienes no aceptan sus dogmas políticos o religiosos, él se siente libre, total y completamente libre. Por ser libre y vivir al margen de esos odios, comprende a quienes viven dominados por esas pasiones. De ahí su sentido de libertad plena. Se liberta de todas las tutelas doctrinales ajenas y hasta de las que él pudiera darse. Por eso es egoísta, individualista y anárquico; único.

CAPÍTULO V

MANANTIAL


Será locura, aunque bella locura, plantear el problema del armonioso vivir humano; pero es posible, y magnífico, resolverlo en sí mismo.

Quien, sin miedo, hubiera terminado de leer El Único y su Propiedad habrá comprobado que ese libro, a los ciento veinticuatro años de su publicación, continúa siendo una fuente que mana la linfa siempre virgen del pensamiento puro, por lo que en ella bebieron y beben los filósofos y revolucionarios del presente siglo y del pasado y continuarán bebiendo las generaciones venideras.

La negación afirmativa -valga la expresión- de Bakunin “destruir es crear”, fue agua clara de la fuente stirneriana: “todo cuanto destruimos en nosotros de prejuicios fantasmales, enaltecemos nuestra personalidad”.

No en Hegel, como han afirmado torpemente algunos, sino en ese canto a la voluntad de vencer, que es El Único y su Propiedad, se apoyaron los nihilistas rusos para llevar a cabo aquellas formidables campañas de exterminio contra el absolutismo zarista, y cuando en San Petersburgo o en Moscú “volaba” un zar o un gran duque, el dinamitazo era, ni más ni menos, la voz de Stirner, el de la frente amplia y soñador mirar, que hablaba al mundo a través de la interpretación que hicieron de sus ideas los nihilistas rusos.

De él, y no de otro alguno, brota la Internacional, pues cuando nadie había soñado hablar a los obreros como a hombres, él les habla, y cuando todos encuentran justo que el trabajador viva muriendo envuelto en su miseria, él llama al único que puede haber en germen o dormido en cada hombre para que se rebele contra su explotador. Bakunin y Marx, que oyeron sus palabras, fueron los torpes artesanos de lo que soñó el genio.

Kropotkin, que ante Stirner siente una especie de terror doctrinario -Kropotkin es un moralista socrático-, hace suyo un principio de Stirner, que es la ley vital: la evolución del hombre y la tendencia de todo organismo vivo hacia una existencia más feliz.

Guyau, pensador y moralista, hace suya la misma afirmación considerada por él como apetencia que liberta a la especie. Stirner dijo: “Es necesario desterrar la pena para que en su lugar crezcan la satisfacción y la alegría”. Y tiempo después. Guyau dice: “El dolor aproxima a la muerte; la alegría conduce a la vida”.

Tucker, el culto individualista anarquista, enamorado del pensamiento stirneriano, propaga, como legado o herencia del gran egoísta, su egoísmo libertario.

Pero… ¿conoció Owen las ideas de Stirner? Posiblemente, aunque no se pueda afirmar. Owen dio a conocer sus ideas cooperativistas en el año 1844, mismo en que apareció El Único y su Propiedad. Antes había hablado Stirner de sus ideas sobre la “asociación de individuos” que se negaran a trabajar para los señores, y aunque la cooperativa sea sólo una caricatura de la asociación entre individualistas, no tiene nada de particular que la idea de Owen tuviera su raíz en Stirner. (La participación de los obreros en las ganancias de las empresas, que se hace pasar como idea o conquista socialista, no es más que un disfraz de lo que Stirner planteaba al decirle al único: “trabaja para ti y forma la asociación de únicos en la que ni explotes ni seas explotado”.)

¿Y Nietzsche no es acaso un no confesado discípulo de Stirner? Su evolución, mejor, cambio radical ¿no tiene su antecedente en El Único y su Propiedad? ¿No existe analogía entre el superhombre -hombre superado- y el único stirneriano? La nietzschiana voluntad de poder ¿no se halla relacionada directamente con la voluntad de poder de Stirner, hasta tal punto de ser las dos anárquicas, ya que no significan ni una ni otra poder de dominio, sino poder para no permitir ser dominados? La exaltación de la individualidad de Stirner? La acometida de Nietzsche contra el cristianismo ¿no pudo tener su origen en la arremetida de Stirner contra la idea de divinidad? Y el aristocratismo del gran filólogo ¿no es hijo del autocratismo del otro gran filólogo?

Presentan tales analogías estos dos pensadores, que sería bueno y curioso poder investigar la influencia que Stirner pudo tener sobre Nietzsche, lo que hubiera sucedido si se hubiera podido hurgar libremente en los seis mil kilos de cuartillas que el solitario de la Engandina dejó en los sótanos de su vivienda; pero ¿quién que conoce a Stirner no pensará que fue mirándolo a él como Nietzsche escribió Así hablaba Zaratustra, si bien fue concebido y escrito cuando ya Nietzsche había perdido el juicio?

En fin, y para terminar, hasta el pietismo de Tolstoi tiene un parentesco, y no lejano, con aquél venero inmenso de pensamientos y sugerencias que fue Stirner.

Enamorado Mackay de su temple y fortaleza, de su talento y su profundidad, recopila sus obras, y Armando dio a conocer constantemente desde l’ en de hors trozos de la producción del que fue, sin lugar a dudas, el padre del anarquismo. Así, por él sabemos que, a más de El Único y su Propiedad, Stirner publicó una traducción, en ocho tomos, de las principales obras de J. B. Say y Adam Smith, una Historia de la Reacción debida a su pluma y un ensayo de J. B. Say sobre El capital y el Interés. En Pequeños escritos Mackay recogió sus estudios y contestaciones a las críticas que se le hicieron.

Murió -el 23 de junio de 1856 se cumplirán 112 años- en pobreza, si por pobreza entendemos la no posesión de oro, en riqueza, si por riqueza puede comprenderse el dominio de sí, viviendo sus ideas, sintiéndose único en medio del torbellino de los hombres-cero que, horros de pensamientos, se lanzan unos contra otros con las fauces abiertas. Pudo haber pedido una cátedra al Estado, pero prefirió andar buscando candidatos a quienes dar libremente una lección de hombría.

México y abril de 1968.

* Digitalización: KCL.

** Debió de haberse editado este homenaje en la fecha indicada, pero extraviado por un cambio de domicilio, di por perdido el manuscrito. Hoy, 1º de abril de 1968, lo encontré en el fondo de un viejo y abandonado baúl y me apresuro a publicarlo. M. G. I.

[1] El clero socialista, como el cristiano, se considera a sí mismo como el heredero directo de Dios, si bien, al dios socialista le llama Sociedad.

[2] Los socialistas actuales ofrecen al mundo la segunda edición de las luchas que sostuvo la Iglesia entre los imperios de Oriente y Occidente. No debe olvidarse que los cruzados católicos saquearon a sus hermanos de Constantinopla.

lunes, 28 de diciembre de 2009

VALOR SOCIAL DE LEYES Y AUTORIDADES x Pedro Dorado Montero

VALOR SOCIAL DE LEYES Y AUTORIDADES*
Pedro Dorado Montero

INTRODUCCIÓN

OBJETO DE ESTE LIBRO


1. El asunto y sus diferentes aspectos. –Tienen por objeto este libro discutir el siguiente problema: si las leyes y las autoridades merecen ser consideradas como instrumentos de bienestar y de progreso, o, por el contrario, como trabas para la misma. Solamente se harán cargo los lectores de toda la trascendencia que envuelve la cuestión, cuando se persuadan de que, en el fondo, es la misma que la de la libertad o la servidumbre de la persona humana. Si he de ser yo mismo quien rija mi conducta, la única norma de mi obrar serán dictados de mi conciencia, las prescripciones de mi razón; la suma de energías y facultades que integran mi personalidad encontrará entonces campo libre para su desarrollo; la autoridad y la ley de mi vida seré yo mismo; tendré autonomía. Pero si, por el contrario, mis actos han de ajustarse a reglas que otro me impone, aun cuando él mismo las tenga por expresión de principios de racionalidad objetiva, cosa que no siempre acontece ; si de grado o por fuerza me encuentro obligado a obedecer y cumplir mandatos ajenos, claro está que la personalidad mía se encuentra mermada y sustituida por otra personalidad que me impone la ley; en tal caso soy heterómono, y la heteronomía supone imprescindiblemente esclavitud.

Más, de otro lado, no siempre la ausencia de ligaduras exteriores sirve de incentivo para el bien obrar. Son muchos los hombres que no suelen conducirse como tales sponte sua; acaso ninguno se inspira constantemente en los puros dictámenes de la razón; quine más, quien menos, todos somos malos; aun los justos, se ha dicho, pecan varias veces al día. Y, si es así, ¿Cómo no ha de preocuparse poner diques contentivos a la posibilidad del mal? Desde el momento en que no podemos fiar en la bondad ingénita ni en la infaliblemente buena inclinación de los individuos; ni tampoco en que, a un con sanos propósitos, estos no causen daños efectivos a sus semejantes, ¿será acaso injusto adoptar medios que atiendan a encarrilarlos por el camino derecho y a impedir que marchen en senderos de perdición? Sin duda, de esta suerte se limita su libertad; pero es sólo su libertad para el mal, fortaleciendo, en cambio, su personalidad y aumentando su libertad para el bien; no de otra manera sucede con la tutela, cuando quedan sometidos a ella individuos inferiores.

Contra el cual puede a su vez, ante todo, que el complemento necesario a la personalidad de aquellos hombres que no sepan o no quieran ejercitarla racionalmente, acaso no se les debe proporcionar por la vía del Estado oficial, o sea por medio del derecho legislado y de los órganos del poder público, sino en otra forma; después, que ese complemento protector no conviene que funcione con respecto a todos los asociados, según acontece hoy, mas tan sólo con relación a aquellos que lo necesiten; y finalmente, que quienes manejan el mecanismo de las leyes y autoridades pueden hacerlo servir (como a menudo ha ocurrido y ocurre) a fines propios y torpemente egoísta: por ejemplo, como instrumento de prepotencia y dominación, por lo que, a lo menos frente a estos individuos, es decir, a los que mandan en otros, sin tener quien les mande a ellos, el problema no parece tener solución fácil.

De todos los puntos a que acabamos de referirnos, se tratará en la presente obra.

2. Si es nuevo el problema. –Asunto de tamaña importancia no ha podido pasar inadvertido a los estudiosos. Sin embargo, éstos no han sólido ocuparse de él sino indirectamente y como de soslayo. Por lo general, ni sombra siquiera de duda les cabía tocante a la necesidad de las leyes, como aglutinante social, y de personar revestidas de autoridad, para darlas y hacerlas cumplir coactivamente. Más, por otra parte, tampoco se resignaban a recibir como leyes toda clase de mandatos provenientes de las autoridades, ni a éstas las consideraban siempre como legitimas. La protesta de la conciencia humana no se ha hecho esperar, en todos los casos en que se juzgaba herida por las violencias o imposiciones del poder. En los teólogos y en los jurisconsultos antiguos, singularmente en los españoles de los siglos XVI y siguiente, se encuentra a menudo esa protesta, bajo forma de doctrina filosófica . Mucho más que del obedite pracpositis vestris, sed eliam discolis eran partidarios del oportet obedire deo magis quam hominibus, que glosaban frecuentemente en el sentido de que se debe anteponer la observancia de la ley natural, que es una ley divina, conocida por medio de nuestra razón, a la observancia de la ley humana. Con lo que, sin quererlo, se ponía en tela de juicio el valor de ésta, apreciado, naturalmente por la conciencia del mismo que estaba sujeto a ella y obligado a respetarlo. Y una significación idéntica es preciso atribuir al examen de múltiples cuestiones que han ocupado y continúan ocupando a moralistas y filósofos del derecho y a cuyo número pertenecen, entre otras varias, las siguientes; si deben ser obedecidas las leyes injustas y las autoridades tiranas o despóticas, cuándo podremos tachar de lo uno y lo otro a aquéllas y a éstas; en qué casos puede ser legitima la resistencia activa o pasiva, de los súbditos a las autoridades constituidas; del derecho de revolución, cuándo y como puede ejercitarse; fundamentos y límites de la potestad legislativa de los Estados; si es licito el empleo de la coacción que se denomina jurídica, y en caso afirmativo, con qué extensión y bajo qué formas; justificación de la necesidad de dar leyes penales y aplicar la pena; misión y fines del Estado; relaciones de éste con los individuos que lo constituyen; valor del derecho consuetudinario, en comparación con el derecho legislado; relaciones entre este último y el derecho natura; si hay instituciones de mero derecho positivo, sobre las cuales pueda disponer a su arbitro el legislador: v. g., prohibiendo la ejecución de determinadas acciones que no envuelven inmoralidad intrínseca, y que, por tanto, sin ser delitos, las erige en tales, por voluntad suya, la autoridad (delicta iuris civilis que suelen decir los escritores)…

En el fondo de todos los problemas que acababan de ser indicados, y en cuya lista pudiéramos haber hecho bastante más larga, se anida siempre, a mi parecer, este otro: ¿cuál es la función social que corresponde a las autoridades y a las leyes? O, de otro modo, aún más claro: ¿Para qué sirven ambas, si es que sirven para algo? Si la suprema regla de mi conducta es la realización del bien, ¿he de ser yo mismo el que busque y ejecute lo bueno, guiándome por las luces de mí espíritu, que es decir por las exigencias del orden moral, del derecho natural, según me lo muestra mí razón, anteponiendo estas exigencias a cualquiera otra?; o bien, por el contrario, ¿tengo que deponer mi propio criterio y ahogar las voces de mi conciencia, para aceptar y seguir como bueno lo que con tal carácter me señala y me fuerce (si es preciso) a cumplir otra persona, que se llama legislador, soberano, autoridad, poder público, Estado, Iglesia?

La gran mayoría de los pensadores discuten los problemas de referencia no llegan a estos extremos, según es sabido; su posición es, por lo regular, intermedia; es decir, que estiman como un supuesto indiscutible el de la necesidad social de leyes y autoridades, y solamente se ocupan de trazar la esfera de acción en que las mismas deben moverse. Pero eso no obsta para que nosotros presentemos la cuestión en toda su pureza y desnudez, añadiendo que si semejantes escritores no lo han hecho, ha sido a costa de la lógica, deteniéndose a la mitad del camino y no llegando adonde debieron llegar. Quizás el temor a las audacias del propio pensamiento y a las consecuencias a que las mismas pudieran llevarles, haya tenido a veces alguna parte en tal conducta.

3. Afirmación de Platón, Crisipo y San Pablo. –Pero tampoco faltan autores, y de gran renombre, que han ido hasta la raíz del problema y han expresado con toda claridad sus ideas respecto del mismo. Entre los contemporáneos se encuentran bastantes; difícil sería enumerarlos todos. Ya tendremos ocasión de hacer referencia a algunos.

Los hay igualmente entre los antiguos. Si alguien se entregará de lleno y con verdadera constancia a la tarea de rastrear antecedentes de las doctrinas anarquistas, es posible que los encontrase en abundante número . Yo voy a aducir sólo unos pocos, la mayoría de los cuales recogidos de segunda mano. Pertenecen a pensadores de significación varia: filósofos, teólogos, jurisconsultos, literatos…

Ya Platón «afirma varias veces que un país bien gobernado no necesita leyes, y que sobraría los jueces si todos los ciudadanos fueran bueno» . El mismo filósofo «se burla de querer suplir la falta de educación y de sentido interno, que es su fruto, formado reglamentos sobre reglamentos, añadiendo correcciones, sobre correcciones, con que no se logra sino complicar y empeorar la enfermedad, repuntando además vergonzoso suponer que haya hombres tan malvados, que el legislador tenga que dictar leyes para contenerlos» . De manera que aquí se espera el bienestar y el progreso sociales de la bondad de los hombres, se reconoce la necesidad de procurar esa bondad formando el hombre interno mediante la educación, y se niega poder a las leyes y a las penas para suplir con recursos exteriores la falta del sentido interior. La personalidad del legislador, de la autoridad, no puede subrogarse a la del sometimiento.

También Crisipo, al decir de Plutarco, aseguraba que si «la ley impide hacer muchas cosas a los malos, en cambio nada produce, por cuanto no puede crear la rectitud»

San pablo parece tener un decidido horro a las leyes, y se complace en presentarlas como medio que estorba la justificación y la salvación, que tienen su raíz en el espíritu libre. En la epístola primera a Timoteo dice que «la ley no se ha puesto para el justo, sino para los injustos y desobedientes, para los impíos y pecadores, para los malos y profanos, para los parricidas y matricidas, para los homicidas, los fornicarios, los sodomitas, los ladrones de hombres, los mentirosos y perjuros y si hay alguna otra cosa contraria a la sana doctrina». En la epístola a los Romanos , asegura que «por las obras de la ley es el conocimiento del pecado» Y la epístola a los Gálatas es una continuada diatriba contra las leyes y la servidumbre engendrada por ellas, a la vez que un himno entusiasta y caluroso a la libertad espiritual, interna. Véase: «Nosotros, sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, hemos creído en Jesucristo para que fuésemos justificados por la fe de Cristo, y no por las obras de la ley; por cuanto por las obras de la ley ninguna carne será justificada… Porque yo, por la ley soy muerto a la ley para vivir en Dios… Si por la ley viniese la justicia, entonces en vano murió cristo… ¿Recibiste el espíritu por las obras de la ley, o por el oír de la fe? ¿Tan necios son? Habiendo comenzado por el espíritu, ¿ahora nos perfeccionan por la carne?» Aquel que nos daba el espíritu y obraba maravillas entre ustedes, ¿hacíalo por las obras de la ley, o por el oír de la fe?... Todos los que son de las obras de la ley están bajo maldición… ¿De qué sirve la ley? Fue puesta por causa de las rebeliones, hasta que viniese la fe, estábamos guardados por la ley… De manera que la ley fue nuestro ayo para llevarnos a Cristo, para que fuésemos justificados por la fe. Más venida la fe, ya no estamos bajo ayo… Entretanto que el heredero es niño, en nada diferente del siervo, aunque es señor de todo; más esta debajo de tutores y curadores hasta el tiempo señalado por el padre. Así también nosotros, cuando éramos niños, éramos siervos. Más venido el cumplimiento del tiempo. Dios envió a su hijo, hecho de mujer, hecho súbdito de la ley, para que redimiese a los que estaban debajo de la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos… Así que ya no eres más siervo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por cristo… Decidme, los que queréis estar debajo de la ley: ¿no habéis oído la ley? Porque escrito está que Abraham tuvo dos hijos: uno de la sierva, el otro de la libre. Más el de la sierva nació según la carne; pero el de la libre nació por la promesa. Las cuales cosas son dichas por alegoría, porque estas mujeres son los dos partos, el uno, ciertamente del monte Sinai, el cual engendro para servidumbre, que es, Agar… Más la Jerusalén de arriba libre es, la cual es la madre de todos nosotros… De manera, hermanos, que no somos hijos de la sierva, sino de la libre. Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no volváis otra vez a ser opresos en el yugo de la servidumbre… Vacíos sois de Cristo los que por la ley os justificáis…- Toda esta epístola está impregnada de un sentido ético superior, y merece, a mi entender, mayor atención de la que ha solido prestársela.

4. Ideas de Vida, Castrillo, Cerdán de Tallada, Vives, Fray Luís de León, Bentham, etc. –A principios del siglo XVI, un obispo italiano, J Vida se expresaba del siguiente modo: ¿Para qué sirven las leyes? Para constituir la servidumbre, que los sabios califican peor que la muerte; para obligarnos a vivir bajo el dominio ajeno; para darnos una naturaleza artificial y rebelarnos contra nosotros mismos; para convertirnos; no en mejores, sino en más astutos; para enseñarnos no la justicia, sino el arte del litigio… ¿Habéis visto acaso alguna vez una sola agrupación de hombres en que se cumpla la justicia y que se retribuya a cada cual según su mérito? Si el sabio vive con el cuerpo entre la multitud, con el pensamiento huye de la sociedad. Y ¿cómo surgen los Estados? Con latrocinios, con usurpaciones, con invasiones; y viven oprimiendo a una multitud innumerable de operarios y domésticos, no ciudadanos, sino esclavos a quienes se prohíbe como delito lo que constituye las delicias de sus señores… ¡Feliz la edad en que no había leyes, ni plebiscitos, ni ficciones, ni fraudes, ni impuestos, ni avaricia, ni ambición, ni gloria, ni ricos, ni pobres, ni asedios, ni estragos, ni guerras, ni revoluciones! Libertémonos de esta sociedad corrompida y perversa, y que la justicia descienda sobre la tierra por segunda vez»
Un teólogo español, Fray Alonso de Castrillo, trinitario, sienta las atrevidas afirmaciones siguientes: La obediencia «fue introducida, más por la fuerza y por la ley positiva, que por natural justicia». «Salvo la obediencia de los hijos a los padres y el acatamiento e los menores a los mayores en edad, toda obediencia es por natura injusta, porque todos nacimos iguales y libres»

El jurista Cerdán de Tallada que también vivió en el siglo XVI, escribía que «la ley la da Dios para los delincuentes, porque es averiguado que todas las buenas leyes nacieron de las malas costumbres de los hombres, que, a no haberlas y vivir todos bien, y a tener las repúblicas con orden y con concierto y debajo de buena administración, cosa superflua serían las leyes» Y entre las causas por las que se multiplican los pleitos, incluye la de «tener demasiadas leyes»

Luís Vives mantenía, asimismo, la opinión de que «allí donde los hombres han hecho del amor al bien y del odio al mal, una segunda naturaleza no hacen falta las leyes para vivir recta y ordenadamente; y donde, por el contrario, esos hábitos hacen falta, las leyes no las suplen, por muy perfectas y numerosas que sean; razón por la cual el poder público debe mirar como principal misión suya la de educar a los gobernados, mirando el manantial de donde brotan sus acciones, la interior disposición de ánimo. Añadía que las leyes, «más que normas de justicia para vivir según ley de razón, son emboscadas y lazos armados a la ignorancia del pueblo»

Idéntico sentido se encuentra en Fray Luís de León, el cual, como platónico que es, recoge el ya indicado de platón y lo desenvuelve, comentando a doctrina del maestro. «El ideal de Fray Luís es una nación sin Estado, más bien, un Estado que diríamos a la moderna «libertario», en que la gracia divina, alumbrado interiormente las almas, hicieran veces de leyes, y donde el oficio de los gobernantes fuese como el del pastor, «el cual (dice) no cosiste en dar leyes ni poner mandamientos, sino en apacentar y alimentar a los que gobiernan» Un gobierno por leyes es imperfecto, porque ellas son rígidas y de una sola manera para siempre, mientras que a los casos que han de aplicarse son infinitos y varían según las circunstancias. «Tratar con sola ley escrita, es como tratar con un hombre cabezudo por una parte… y por otra poderoso… la perfecta gobernación es la ley viva, que entienda siempre lo mejor y que quiera siempre aquello bueno que entiende»

Aunque no con el espíritu ético que los anteriores, sino más bien desde el punto de vista mecánico y hedónico que domina toda su doctrina, también Bentham reconoce que «el gobierno es como la medicina: lo único que le debe preocuparle es la elección entre los males. Toda ley es un mal, por que toda ley es una atentado a la libertad… pues que toda ley crea una obligación, y toda obligación es una limitación a la libertad, es evidente que toda ley es contraria a la libertad, y, por consiguiente un mal »

Lamennais dice: «No tenéis que un padre, que es dios, y un maestro, que es Cristo. Si alguien os dijere que los poderosos de la tierra son vuestros amos, no lo creáis. Si fueren justos serán vuestros servidores; si injustos, vuestros tiranos. Iguales nacemos todos: nadie, al venir al mundo, trae consigo el derecho a mandar. He visto en la cuna a un niño que llora y babea, y entorno suyo ancianos que le llaman «Señor» y se postran adorándole; y he comprendido toda la miseria del hombre. Nuestros pecados han hecho a los príncipes ; príncipes tenemos, porque los hombres no se aman los unos a los otros, y buscan quien les manden. Si, pues, alguien viene a vosotros y os dijere: Sois míos, responded: No; somos de dios, que es nuestro padre, y de Cristo, nuestro único maestro »

Entre las medidas para mejorar España, que proponía un escritor del siglo XVII, Álvarez Osorio, estaba la de «quemar libros de leyes, para que no acaben con el país, reduciendo a un solo volumen las que parezcan indispensables para el buen gobierno »

Poniendo en el asunto un poco de diligencia, creo que podrían hacerse bastantes citas análogas a las anteriores. En el campo de la literatura deban de abundar bastante . Más con las anteriores sobra para demostrar lo que nos proponíamos, a saber: que el problema relativo a la función social del Estado, las leyes, el gobierno, las autoridades, ha preocupado a los hombres reflexivos en todos los tiempos, y no es cosa particular de la época contemporánea.

5. El anarquismo. –Sin embargo, en nuestros días es cuando ha adquirido una gravedad y un interés, antes no conocidos, gracias a las aparición del anarquismo. El cual, haciendo hincapié en una idea ya antes cara a muchos románticos, esto es, en la bondad nativa de los hombres y en sus naturales inclinaciones al bien, viene preconizando la supresión de todo artificio oficial que se llama Estado, como rémora para el progreso y como obstáculo, para el desarrollo de una vida social espontánea, tranquila, ordenada, propiamente humana, producto de la cooperación abnegada de los individuos, y de la cual se halle proscrita la coacción violenta, que es requisito sine cua non de la existencia de leyes, gobierno y autoridades.

Dejando aparte ciertos pensadores aislados, tales como aquellos que habíamos poco hace (§ 4), el sistema filosófico-político de tonos radicales, el menos afecto al Estado y a la llamada acción tutelar del mismo, ha sido el individualismo; aquel individualismos sentimental producto en gran parte de la teoría del contrato, donde el Estado era una creación arbitraria de los individuos, sin finalidad en si mismo, mero servidora de estos. Los individualistas han proclamado en todos tonos la doctrina del laisser faire y de la abstención del Estado, que es tanto como proclamar el imperio de la libertad discrecional de cada hombre ; algunos de ellos han llegado a concebir al Estado como un mal, y todos tratan de reducir su intervención en las relaciones entre los asociados al mínimo absolutamente indispensable para la coexistencia pacífica. Pero jamás han pedido su total supresión y el dominio completo del nihilismo administrativo, aun cuando se han quejado de exceso de legislación, no creen que podamos pasarnos completamente sin leyes; con todo y ser el Estado un mal, lo repuntan un mal menor o necesario .

La posición del anarquismo no es ésta. Dogma suyo es el de la negación radical y absoluta del Estado, con todo lo que esa negación lleva consigo: abolición de las leyes, de las autoridades, de los tribunales, de toda forma de coacción externa. Antes bien, podría decirse que ningún dogma es tan esencial al anarquismo como éste. Y, hallándose muy generalizada en el día de hoy la doctrina anarquista , hasta el punto de haber llegado a constituir una preocupación seria de los hombres de pensamiento, lo mismo que de los de gobierno, no deja de ser interesante y atractivo, aún desde el punto de vista de su actualidad, el examen de sus capitales afirmaciones.

Este examen va a ser objeto de los capítulos siguientes.




CAPÍTULO PRIMERO



DIVERSOS MODOS DE CONSIDERAR EL PROBLEMA


6. Idea común de la imposibilidad de la vida bajo formas diferentes de las actuales. –Es segurísimo que, de cada cien personas a quienes preguntáremos si juzgaban necesaria la existencia de las leyes, las autoridades y la coacción para la vida social, noventa y cinco, cuando menos, habrían de considerar ociosa y extraña la pregunta. Acostumbradas a verse de continuo cogidas en una red de vínculos legales y a respirar desde el primer momento de su venida al mundo en ambiente autoritario y coactivo, les parece tan imposible la vida social fuera de las presentes condiciones, como les parecería la vida física si les faltaran la luz y el calor del sol. Homines non requirubt rationes earum quas semper vident; y, cuando nos hemos asistido al origen de una institución, ni conocemos su génesis, propendemos a subestimar su valor, considerándola como indefectible y perdurable.

Sin duda alguna, los que se colocan en el punto de vista a que acabamos de hacer referencia llevan parte de razón; más no la tienen sino en parte. La tienen, en cuanto la vida actual, con todas sus particularidades, resultado de la combinación de cuantos elementos forman la atmósfera en que nos movemos hoy en día, dejaría de ser lo que ahora es, no bien tales elementos vinieran a cambiar. Pero no la tienen, en cuanto la alteración, si hacia desaparecer los factores que al presente conocemos, vendría colocar en el puesto de los mismos otros factores, cuyo conjunto determinaría otra forma nueva de vida. Sin la luz y el calor del sol, sin las demás fuerzas que, junto con estás, constituyen el ambiente cósmico, en medio del cual viven los innumerables seres que a la hora presente pueblan el globo terráqueo, la mayoría, sino la totalidad de estos seres, habrían de desaparecer, a lo menos tal y como hoy existen. «Por ejemplo, el eje de la tierra, en lugar de tener una inclinación de 23º aproximadamente sobre el plano de la órbita terrestre, habría podido formar con este plano un ángulo mayor o menor que el que forma. Pero el menor cambio de esta especie hubiera hecho imposible la existencia de una humanidad, de una fauna y una flora iguales a las que ha producido la tierra ». Sin embargo, el ambiente cósmico que nuevamente se creara produciría su humanidad, su flora y su fauna.

Es más: la vida toda no consiste en otra cosa que en un incesante cambiar de tales fuerzas y condiciones, es una sustitución, más o menos rápida y continúa, de un ambiente por otro ambiente y, como consecuencia, de un orden o serie de productos por otra serie distintita . El mismo individuo -si es que puede decirse que, en realidad, el individuo exista - no es idéntico a si propio en dos instantes de su vida, por cercanos que estén; cada nueva situación de las cosas (cada nuevo ambiente) determina en él y provoco impresiones distintas y, por los mismo, distintos juicios. A cada momento, su individualidad es otra de la que era en el momento anterior, sin que pueda decirse si mejor o peor en absoluto que ella, sino sólo mejor o peor relativamente a un punto de vista determinado .

7. Aplicación al orden social. –Lo mismo que sucede con el ambiente físico sucede con el social. Éste como aquel, esta en un continuo cambio, motivado por el variar incesante de sus condiciones y factores; en el uno y en otro, el individuo se halla constreñido, determinado a obrar, lejos de ser espontáneo, activo y hasta omnipotente, según suele él considerarse; en ambos reputa por las mejores y más perfectas, invariables, indefectibles, las cosas e instituciones que ha encontrado vigentes al venir al mundo, y creen que sin ellas la vida social sería de todo punto imposible. Asústale la idea de la supresión del Estado y del gobierno, sin los cuales no es capaz de representarse la vida social, más que como una lucha constante y feroz entre los hombres. Desconfía de las propensiones e instintos buenos de éstos, de su buena voluntad, de su razón: en suma, desconfía de cuando nos complacemos otras veces en reconocer en ellos de propiamente humano; y del ser «más excelso de la creación» se forma un concepto tan pobre que, a no tener frenos y ligaduras que se lo impidan, se entregará forzosamente, en sentir de quien así discurre, a las más brutales manifestaciones del egoísmo, y quedara siendo esclavo de sus solas tendencias sensibles e inferiores . Por tal motivo, los hombres «civilizados» de las naciones actuales persiguen y castigan como delincuentes a los que tratan de sustituir el orden presente, que para ellos es necesario e inconmovible de un modo absoluto, o sea el conjunto de instituciones que nos rigen (ambiente social), con otro distinto (socialista, anarquista, revolucionario de toda clase).
Colocado el observador (actual) dentro de este ambiente, respirándolo a todas horas y habituada al mismo su vista desde la primera infancia, se figura que las relaciones y fuerzas con las que se halla en constante y más o menos directo contacto, son relaciones y fuerzas de valor fijo, uniforme, impuestas por la naturaleza (absoluta y eterna) de las cosas; relaciones y fuerzas que responden a los dictados de una razón inflexible y a las prescripciones de una ley natural, igual para todos, independiente de tiempos, lugares, etcétera.

Entre esas fuerzas y relaciones ocupan un lugar muy preeminente las autoridades y las leyes, las cuales por lo mismo, son consideradas por la gran mayoría de las gentes como elementos esenciales de la sociedad, bases inconmovibles de la misma, condiciones sine cua non de la coexistencia, como instituciones, en suma, de derecho natural (entendiendo el derecho natural al modo corriente, como un orden superior y extrarreal de justicia, al que debe conformarse, lo mismo que a un modelo, la realidad)

Naturalmente, para quienes aprecian de tal suerte la autoridad y la ley, éstas no pueden ser transitorias, y mucho menos servir de estorbos al progreso social; antes bien, son un requisito indefectible del mismo, y la función de semejantes instituciones ha de ser fija, inalterable, y en sentir de muchos con un círculo de acción siempre igual, a la manera que sucede con todos los principios y exigencias de razón.

8. El punto de vista opuesto. –Pero este criterio no es enteramente unánime. Según se ha visto antes (§ 3 y 4), no ha faltado nunca, quizá desde que existen leyes y gobierno, quien haya protestado contra los mismos y quien haya puesto en evidencia los males que engendra. Como es un hecho comprobado que «no rara veces (o, más bien, casi siempre) el poder y el señorío, por su mismo origen e institución, se han ejercido en daño de los sometidos en beneficio exclusivo de los señores», y que «todos o la mayor parte de los principados pasados y presentes han provenido de la fuerza y de la astucia, y todos los tronos de Europa pueden hacerse derivar de semejantes raíces» , no pocos pensadores y publicistas, mirando el asunto por este único aspecto, han generalizado determinados hechos singulares (que, por ser muchos, no pierden el carácter de singularidad), y convertido en norma irrefragable, de constante aplicación, fundada en la misma naturaleza de la cosas, la de considerar que el Estado, el poder, las leyes, son siempre instrumento de opresión, armas usadas por los poderosos para tener sujetos a los vencidos. «Es una cosa perfectamente segura que todo el mundo es patrimonio de la fuerza (ora física, estoes, vigor, ora moral, o se ingenio, habilidad, etc., etc., que es lo mismo), y que está hecho para los más fuertes; de donde se sigue que, inevitablemente, en toda sociedad, désele la forma que se le dé, de los individuos más débiles han sido, son y serán presa, las víctimas, la herencia de los más fuertes. Y tan imposible como reunir en una misma república, sometidos a buenas leyes, los alcones y los pajarillos, es reunir a los hombres en sociedad bajo una forma cualquiera de legislación». Así se expresa Leopardi , y su manera de ver el asunto está bastante extendida en el día de hoy.

Por otra parte, muchos de los que aspiran a un orden social distinto del presente y se tienen formado un tipo ideal de vida superior a él, en que no existan las desigualdades, las violencias y las injusticias que hoy existen, originadas y mantenidas por las leyes y los órganos del poder público; en el que la paz, la justicia y el bienestar colectivos deriven del nuevo estado de cosas; engendrando por el amor reciproco de los hombres, por la simpatía de unos hacia otros; por la cooperación espontánea, enemiga de la lucha y la prepotencia, hoy dominantes… propenden a mirar a las autoridades y a las leyes como obstáculos de gran monta para la consecución de sus deseos; obstáculos que, por lo mismo, hay que suprimirlos desde luego.

9.- Observación crítica. –Algo de certero debe de haber en ambos puntos de vista. No hay sino observar, en efecto; por un lado, que las leyes civiles, las mercantiles, las políticas, las administrativas reconocen y aseguran a los individuos, sí es que no pueden decirse propiamente que les conceden, el goce y el ejercicio de un sinnúmero de derechos y facultades, que de otra suerte pudieran serles, y a menudo les serían, negados, y para cuya conservación y respeto sería preciso acudir al empleo de la fuerza, cuando de ella dispusiesen; y que las leyes penales han tenido a menudo por objeto servir de freno a los perturbadores de la paz social y a los inclinados a cometer actos dañosos a los particulares o a la colectividad. Más adviértase, por otro lado, que, siendo toda ley una traba, de tal manera las leyes entorpecen en muchísimas ocasiones y ahogan la libertad de movimientos de los que se proponen hacer el bien, que acaso valiera más que no existiesen. ¿No es por eso por lo que tanto han censurado -no siempre sin razón- los individualistas de todo género (y no sólo los del orden económico y algunos sociólogos como Spencer), el prurito legislativo del siglo XIX, y por lo que han hecho esfuerzos considerables para librar a los pueblos modernos de la futura esclavitud, a que nos lleva al afán de preverlo todo en la ley y de convertir a los poderes públicos en tutores de los individuos en cuantos pasos den éstos o pretendan dar? Y ¿no han preconizado estos mismos individualistas, como antídoto contra los males que de aquí derivan, precisamente la necesidad de dejar libre juego a la actividad ex leye del hombre, a la iniciativa individualista?

Sin embargo, a mi juicio, las dos encontradas maneras de considerar el problema de que se trata padecen el mismo defecto, que es el de ser demasiado idealistas, o, mejor dicho, demasiado abstractas. La falta de sentido histórico y realista, que ha sido tan frecuente en las apreciaciones y racionamientos de los escritores de los últimos siglos, se echa de ver aquí inmediatamente.

Por lo regular, los partidarios de la autoridad y de la ley (igual que sucede a todos los conservadores de cortos alcances, laudatoris temporis acti), bien por encontrarse muy a gusto con lo existente, o sea con el conjunto de instituciones que tantos beneficios les reporta, a juicio suyo; o bien, por efecto de aquel horror misoneísta a lo desconocido, que ha sido siempre un estorbo para las innovaciones (aunque el propio tiempo, claro es, ha desempeñado una función útil), hacen del orden en medio del cual viven como una encarnación del supremo ideal de racionalidad y de justicia, especie de sanctasanctórum, intangible, sagrado, óptimo; olvidan que ese orden, por ellos llamado inmutable, ha tenido su origen, ha sufrido mil transformaciones, y es de esperar que experimente otras en los sucesivo, como todo lo humano; y desconocen que, antes que lo existente consiguiera implantase y predominar, era combatido por revolucionario y disolvente, en nombre también de los eternos principios de justicia, por los a la sazón defensores de otro orden que ellos consideraban imperecedero, y que hubo de ceder el puesto al actual.

En cambio, los otros, los adversarios de la autoridad, de la ley, del Estado, viendo tan sólo las desventajas que estas instituciones llevan consigo, más no sus beneficio, y descontentos de la presente organización social, pretenden (muchos de ellos cuando menos) arrancarla de raíz, aniquilarla, para dejar el puesto libre a una organización nueva, que se originará de súbito, y en la que los hombres todos serán esclavos de su deber, no por efecto de constreñimiento exterior, por imposición coactiva de la ley y de los poderes, sino por puro espontáneo impulso de amor al prójimo, u obedeciendo a consideraciones de un utilitarismo del más alto vuelo, y como resultado natural del libre juego, por nada ni por nadie estorbado, de las actividades individuales. Piensan éstos que el mundo que el mundo puede transformarse en un día, a medida del deseo, moldeándolo conforme a un ideal; y no advierten que todo cambio, aun los de menos entidad, pero sobre todo los cambios radicales y colectivos, han de ser forzosamente, obra de largo tiempo, porque los elementos reales que sirven de sostén a las instituciones que van a ser derrocadas pugnan siempre por conservarse y, en vez de dejar el campo libre de buen grado para que los otros lo ocupen, se resisten cuanto pueden: primero, cada uno de por sí; luego, cuando el peligro crece, formando todos apretados haz y apoyándose y defendiéndose mutuamente. De aquí, que las alteraciones que traen consigo las revoluciones no preparadas por lenta y persistente labor sean alteraciones efímeras, no viables, y que provocan inmediatamente una reacción, tanto más violenta, cuanto más insensato haya sido el modo de proceder de tales revoluciones. El viento impetuoso de éstas no hace más que agitar el remaje de los «intereses creados», pero como el árbol sigue en pie, con mayor vigor cuanto más corpulento sea y más extensas y hondas tenga las raíces, no bien ha pasado la ráfaga, recobra normalidad y brota y florece de nuevo con la misma esplendidez que antes.

10. El estudio histórico del problema. –Quizá ninguna de las dos tendencias a que nos venimos refiriendo fuese tan extremada, si los respectivos defensores de ellas hubieran considerado la cuestión más objetivamente que lo hacen; quiero decir, si hubiese podido desprenderse de sus actuales relaciones personales con la autoridad y con la ley, para considerar el asunto como si nada tuviera que ver con ellos. Tratándose, v. g., de leyes con las que se persiga verdaderamente el bonum commune, la prosperidad colectiva, y de las cuales no se haga uso como arma para la lucha de clases, probable es que los unos, los «inferiores», aquellos a quienes se les obliga a cumplir por la fuerza, no mostrasen gran repugnancia a aceptarlas, y hasta que las estimasen beneficiosas; y que los otros, los que de ordinario resultan en una posición privilegiada gracias a las leyes, tampoco las defendieran con tanto tesón. Convengamos, sin embargo, en que es difícil adoptar una disposición de espíritu tan impersonal e independiente, quizás deba añadirse que no conviene tampoco adoptarla.

Pero hay un procedimiento que se aproxima mucho a ella, y consiste en estudiar el problema de la función social de las leyes y autoridades históricamente, en su devenir. Tanto una como otra de aquellas opiniones encontradas son, se ha dicho, idealistas: la una, idealista, podemos decir, de los presente, la otra, idealista de lo futuro. Pues bien: ambas podrían echar de ver su deficiencia , acudiendo a la historia y a los resultados de los estudios comparativos, singularmente a los de la etnología y de la jurisprudencia arqueológica, los cuales enseñan que el derecho, el Estado, la ley, las autoridades, tal como hoy las vemos, son formaciones ya muy adelantadas; pero que, lo mismo que toda formación natural, ha tenido su origen humildísimo en el tiempo, origen que hay que conocer para explicare su existencia actual, su misión, su eficacia, sus posibles contingencias futuras. Sólo el estudio genético de las instituciones sociales es el que puede poner al sociólogo en disposición de comprenderlas, como el estudio genético de los individuos naturales es el que sirve al naturalista para darse la explicación de los mismos.




CAPÍTULO SEGUNDO



INDICACIONES SOBRE LA VIDA SOCIAL PRIMITIVA


11. la lucha en la humanidad primitiva. –Los pueblos primitivos, cuya vida y estado social se va reconstruyendo con tanto trabajo, merced a las investigaciones prehispánicas y arqueológicas, a los estudios comparativos de la etnología y jurisprudencia etnológica, y merced a muchas hipótesis e inferencias apoyadas en los datos que suministran las disciplinas que se acaba de mencionar y algunas otras , hubieron de vivir sin leyes escritas, como aquellas que nosotros conocemos, acatamos y cumplimos y sin una organización complicada de autoridades que, en nombre de la colectividad, pusieran coto a los desmanes de los particulares individuo, y a las violencia y represalias de unos contra otros. Haciendo una vida muy semejante a la de los animales (a los que se hallaban bastante próximos, biológica, psicológica y socialmente, si así se puede decirse) ce concretaban, como éstos, a emplear todo su tiempo y sus fuerzas en la busca de los medios de alimentación, que tomaban directamente a la naturaleza o disputaban a otros individuos que se hubieran apoderado de ellos. La única actividad que entonces se ejercitaba, o mejor será decir la preponderante, era la actividad ctética, de Aristóteles. Y el ejercicio de esa actividad no estaba regulado por otra norma que por la de la violencia . La lucha por la vida tenia que ser muy áspera. El grupo más fuerte de los que luchaban, y dentro del grupo el individuo o los individuos más arriesgados, audaces o poderosos, eran los que tenían la victoria e imponían su arbitro (ley) a los demás. El desarrollo mental de estos hombres tan incipientes, tan limitado, que no comprendían apenas forma alguna de solidaridad con los semejantes (si de semejantes podía habarse entonces), fuera de la que impusiese alguna vez la necesidad de asociarse para fines guerreros o de caza. El móvil único de la conducta era la utilidad (lo mismo que, a pesar de todo, sucede hoy casi siempre, o acaso siempre, aun cuando nuestro concepto de los útil sea ya más amplio y complejo); y el criterio exclusivo, el prisma por el cual dicha utilidad se apreciaba, era el interés inmediato, material y egoísta del sujeto.

12. La cooperación. –Sin embargo, me parece a mí que, mirando la vida social primitiva por este solo aspecto, se expone uno a caer en error porque se adopta un punto de vista unilateral, y nada puede ser así juzgado con acierto. Las manifestaciones psíquicas del hombre, de todo hombre, aun de los primitivos, son muy complicadas, y el considerarlas por un lado únicamente, descuidando otro, no es jamás prudente. Debiendo advertir que conviene mucho llamar la atención sobre ello, pues del diverso modo como se entienda el asunto emanan consecuencias muy varias en cuanto a la concepción del derecho, del Estado y de las funciones propias de sus órganos en la sociedad. Ejemplo: si la lucha de un fenómeno esencial e irreducible en la humanidad, debe tenerse por verdadera la idea corriente, según la que el derecho y ley son vínculos imprescindiblemente exteriores y coercitivos, que imponen violentamente (intimidaciones, vis compulsiva, penas, policía, guardia civil, tribunales…) la cooperación social, que sin eso no podía lograrse en modo alguno. Pero quizá sea necesario rectificar ese punto de vista, y de hecho va siendo rectificado.

Es hoy ya bastante frecuente entre los sociólogos la convicción de que los hombres no han vivido nunca individualmente aislados, como en una especie de estado de naturaleza análogo al de que nos habla Hobbes y Rousseau, en la que cada uno, dueño absoluto de sí, se creyera desligado de todos los demás; sino que, al contrario, aun en las épocas primitivas, formaban parte de grupos más o menos extensos , cuyos miembros, si miraban a los de otros grupos como adversarios constantes (lo propio que luego en Grecia, en Roma, en la Edad media y en las naciones modernas lo han sido y lo son los bárbaros, los peregrinos, los extranjeros), con respecto a los cuales era, por tanto, lícito y aun obligatorio todo (el homicidio, el robo, etc.), en cambio, juzgaban hallarse ligados a los de su propio grupo por vínculos de solidaridad, y que, por lo mismo, había que respetarlos en la posición pacífica de sus vidas y de todo lo demás que les perteneciera, y hasta favorecerlos. La conciencia más o menos clara de un origen común y de ciertos intereses comunes entre todos los que procedían del mismo tronco, y la persuasión, adquirida a fuerza de experiencia que el estado de lucha y de agresiones mutuas venía al cabo a redundar en perjuicio de todos, porque debilita al grupo entero y le colocaba en situación de inferioridad para contender la presa, los medios de alimentación, a los grupos vecinos, hubo de determinar cierto grado de intimidad entre unos y otros individuo, y ser causa de que las acometidas y las luchas entre ellos se prohibiesen y se castigasen en nombre de la comunidad . La necesidad misma de la lucha y de armarse lo mejor posible para conseguir la victoria, produce así la unión y la asociación para la lucha, y engendra entre los asociados vínculos de unión y cooperación forzosa que, con el tiempo, llegan a convertirse en vínculos de cooperación voluntaria, de solidaridad consciente, de verdadera simpatía y fraternidad .

13. Doble forma de conducta. –Por donde se ce cómo la conducta comienza a desplegarse en dos opuestas direcciones: de un lado, la conducta para con los extraños, para con los miembros de los otros grupos, conducta no sujeta a regla ni limitación alguna, en que es permitido todo, y que única guía es el capricho, el egoísmo, la fuerza del agente; de otro lado, la conducta para con los miembros del grupo a que uno pertenece, conducta regulada y limitada por las necesidades de la convivencia.

Bien podemos decir que esta doble conducta forma el contenido de toda la historia. En las primeras edades de ella, los pueblos, tribus, clases, gentilidades, lo quiera que sea y como quiera que se llame, se nos presenta de ordinario en guerras unos contra otros, sin conocer apenas otra clase de relaciones entre sí más que las violentas, invadiéndose y conquistándose mutuamente; ajenos a todo ellos que hoy denominamos derecho internacional, bien imperfecto y atrasado por cierto. Lo propio ocurre en el mundo clásico, «Las ciudades Griegas eran en primer término unidades militares, amantes de su propia independencia, y que, por regla general, no estaban mucho tiempo en paz con sus vecinas. Conservaron hasta el final los rasgos característicos que las comunidades griegas presentaban cuando la historia nos pone por primera vez en contacto con ellas» «Homero dice Mr. Mahaffy (La vida social en Grecia) -nos introduce en una sociedad compuesta de castas muy exclusivas; y, para comprenderlo bien en todos sus detalles, es necesario recordar siempre este principio: que los miembros de la casta, y aun quienes de ellos dependen, son tratados con consideración, pero así que están fuera de su recinto, los más conspicuos no son considerados ya sino como objetos de saqueo » Por lo que a Roma se refiere, no hay sino recordar al diferente régimen jurídico en vigor para los componentes de la comunidad y dentro del recinto (pomerium) de ésta (es decir, el régimen de la paz), y el que se aplica a los que no pertenecen a ella, a los extranjeros (régimen de la guerra propiamente ex iure); diferencia que origina el perpetuo contraste entre el ius civile y el ius gentium en cuya fusión consistió el mayor progreso de aquel derecho . Durante la edad media, época en la que, en cierto modo, se inicia un ciclo de civilización, las guerras y las invasiones de bárbaros y musulmanes, el estado permanente de lucha y pillaje entre los señores feudales y entre los minúsculos Estados que a la sazón existía muestra bien claramente la dualidad de referencia. Y tocante a la edad moderna y a los tiempos contemporáneos téngase en cuenta no más que los siguientes hechos: la conquista de América y demás expediciones semejantes; el semejante; el sistema colonial de explotación y de opresión de la colonia; las guerras para ensanchar los territorios y aumentar los dominios, sostenidas por las monarquías absolutas; la negación de todo derecho a los extranjeros, el llamado derecho de aubana; el proteccionismo económico y en otros ordenes; la guerra aduanera; las mil y mil formas de odio internacionales…

Se hace, por consiguiente, necesario que estudiemos la génesis y función del derecho y del Estado, de la ley y de la autoridad, en una doble dirección, a saber: en los grupos simples, o sea en las relaciones entre los individuos que se repuntan miembros de un mismo todo, y en los grupos compuestos, esto es, en las relaciones entre los agregados distintos, que han venido a constituir uno sólo como consecuencia de la lucha y la superposición.




CAPÍTULO TERCERO



LA LEY Y LA AUTORIDAD EN LOS GRUPOS SIMPLES


14. La comunidad, creadora del derecho. –En los grupos simples en aquellas unidades sociales cuyos individuos se consideran como hermanos unidos todos entre sí por vínculos de sangre u origen común, y miran sus intereses como enlazados y solidarios, no como antagónicos, las condiciones de vida social se estiman (de un modo, claro está, semiconsciente , no hijo e perfecto reflexión) como cosa propia de la colectividad entera, engendrada por ella y para ella; como algo connatural, indivisible, ingénito en la colectividad misma. El sujeto creador del «orden» -orden real, moral y jurídico, todo en uno- es la comunidad social y todos y cada uno de los miembros que la constituyen, en cuanto todos obran, y, obrando, establecen vínculos de hecho, que adquieren poco a poco carácter de persistencia y se van volviendo habituales. El principal estimulo de conducta no viene de fuera, y, sobre todo, no reside en el orden impositiva de un extraño, a quien se tiene por superior; viene de lo interior del mismo ser que obra; y consiste, o en la impulsiones del instituto, o en el sentimiento de una necesidad propia y en la conciencia más o menos confusa de que esa necesidad quedará satisfecha obrando de tal o cual manera. No hay nadie que diga cómo han de conducirse los demás para ser justos, ordenados, honrados, ni que les violente para que obedezcan forzosamente mandatos ajenos: la necesidad es la única ley. Entre el obrar y la norma no hay distinción alguna; esta distinción aparece más tarde. En el período que nos ocupa, podemos decir que cada hecho tiene su ley privativa; cuando llega el caso de obrar, el mismo que ha de ejecutar la acción resuelve, sin atenerse a dictados legislativos exteriores, sino solamente a su conciencia (tan elemental como se quiera), cual sea el camino que más convenga seguir. No hay leyes, ni jefes que las publiquen e impongan, sólo existe un grupo de hombres, iguales entre sí y estrechísimamente unidos, y un conglomerado de prácticas, de usos, de maneras habituales, a cuya elaboración han contribuido y siguen contribuyendo todos ellos, y cuyo respeto y observación son voluntarios más bien que coactivos. Si alguna coacción existe, es social, colectiva, anergálica, no ejercida por autoridad alguna, ni por órganos que la representen y ejecuten sus órdenes.

15. Citas comprobatorias. –Cuando acabamos de afirmar constituye hoy, puede decirse, una idea común a los investigadores del derecho primitivo. Reproduzcamos algunos pasajes, en prueba de ello.

«En la infancia del género humano, no se concibe la idea de una legislación cualquiera, ni de un autor determinado de derecho; entonces, no se piensa, y el derecho apenas llega a los límites de la costumbre; es más bien un hábito: il est dans l’air, como dicen los franceses». Así se expresa Summer Maine .

«En estas pequeñas comunidades (grupos de parientes, tribus, hordas, o como quiera llamárselas), las relaciones sociales no se inspiraban en alguna regla deliberadamente convenida o prescrita; tales relaciones procedían de la conciencia, en manera alguna razonada, pero en cierto modo intuitiva, de las necesidades y de los interese sociales, conciencia que es la gran generartiz de las costumbres» El derecho no ha nacido de la idea de justicia; la ley no es hija de la equidad natural, que es para sir H. Summer Maine una fórmula sin sentido, lo mismo que para Betham una ficción o una metáfora. En la infancia del género humano, el derecho es, más que nada, un hábito, decía ya el mismo Summer Maine, en el Derecho Antiguo: il est dans l’air, según la locución francesa. «La ley se ha presentado por si misma y sin que nadie la buscara, había ya dicho antes M Fustel de Coulanges, en su hermoso libro sobre La ciudad antigua, donde trata, desde diferentes puntos de vista, casi el mismo asunto que Summer Maine, coincidiendo con él muchas veces y completándolo más de una. Propiamente hablando, no existe, pues, legislación en las comunidades primitivas. Las reglas de acción que siguen los hombres no son dictadas, ni en principio ni de hecho, por el soberano y su fuerza obligatoria es independiente de la autoridad de este ».

Más recientemente, Wundt, en su Lógica, al tratar el problema del origen del derecho, dice, entre otras cosas, lo siguiente: «El derecho, lo mismo que la lengua, el mito y las costumbres (Sitte), no ha nacido por efecto de un voluntario convenio, sino que más bien es un producto natural de la conciencia, cuya fuente constante se halla en los entrecruzamiento y necesidades que provoca la convivencia social de los hombre ».

Por otra parte, para que existan leyes, es forzosa la existencia de legisladores que las dicten, y para que haya legisladores que dicten, y para que haya legisladores que las publiquen como desde arriba la norma inflexible a que los demás individuos han de ajustar su conducta, es necesario que ellos mismos tengan conciencia clara de su individualidad, a distinción de la mase que dirigen y mandan. Pero conformes más atrás (§ 12, pp.38 y 39 nota) queda dicho, entre los sociólogos contemporáneos es poco menos que indiscutible la de que tal conciencia de la individualidad no se encuentra en el estado social primitivo, donde sólo de daba la conciencia (rudimentaria) de la vida independiente y sustantiva del grupo u horda a que cada uno perteneciera. Según Zenker, ya antes citado, «hemos de resignarnos a reconocer y a representarnos el estado originario del género humano como un estado de vida común, en que el hombre, aun bajo el respecto social, se encontraba en aquel momento en el cual se había detenido la evolución de los animales superiores, es decir, en el estado de rebaño…» «Apenas es posible distinguir -añade el mismo autor- el elemento individual fuera de la unidad social; ¡tan estrechamente se hallan fundidas las voliciones y las acciones de la pluralidad! Únicamente en manifestaciones efímeras, producto de la dura necesidad de la existencia, aparece de vez en cuando la mísera luz de un yo, ora en la apetencia elemental de un adorno infantil, o de un arma tosca, ora en el deseo de adquirir para sí, quitándoselo a los compañeros un trozo de la carne cazada». «Resulta, pues -concluye Labriola - que el yo que debería haber dado el ser a la norma, el yo que, concientemente debería haber impuesto la regla de obrar, en realidad no existía aún, cuando ya todo obrar tenía sus reglas»

A conclusiones semejantes llegan otros escritores, los cuales, sin embargo, se refieren a momentos de la evolución social en que ya existen jefes, y que, por lo tanto, no puede considerarse, en rigor, como primitivos. «En los comienzos de las sociedades -dice Vaccaro - El jefe no tiene más función que la del caudillo. Su autoridad, por consiguiente, además de ser tempo real, no va más allá de la defensa y de la agresión y de lo que se halla estrictamente ligado con la una o con la otra. En todos los demás, los individuos se conducen dentro del grupo según las costumbres tradicionalistas, formadas bajo el imperio de la selección natural y de la opinión pública de los vivos y de los difuntos».

Y Spencer demuestra que en la vida primitiva, en la vida de la tribu, «los hombres, en defecto de guerra pasada o presente, prescinden del gobierno»; que «cuando estallan guerras entre tribus de ordinario pacíficas, inmediatamente surgen jefes guerreros que llegan a adquirir influencia preponderante; que este predominio lo pierde tan pronto como se restablece la paz, y en este caso «vuelve el estado de igualdad y la ausencia de gobierno» que, aun después, del estado permanente de guerra hace permanente también la autoridad de un jefe , éste se limita a mantener las relaciones de justicia de tribu a tribu, más no entre individuos pertenecientes al grupo: las contiendas o luchas entre éstos las arreglan ellos mismos, sin intervención del jefe »

16. La primitiva forma del derecho. –Parece, por lo tanto, que no puede caber duda alguna respecto del hecho de que, en la primitiva forma de la evolución social, no hay leyes ni autoridades propiamente dichas; no hay relaciones jurídicas derivadas de un orden superior inmutables y protegidas por órganos puestos por el Estado; lo que hay son relaciones de hecho, sin garantía alguna, o garantidas por la fuerza, el temor a las represalias , la reciprocidad… y que se van haciendo gradualmente habituales, afianzados y convirtiéndose en consuetudinarias.

Pero en esta situación de hecho está el germen de lo que posteriormente, con el desarrollo, ha de llegar a ser todo el conjunto de reglas jurídicas y no jurídicas existentes en las sociedades adultas, y de autoridades encargadas de formularlas concretamente y hacerlas respetar y cumplir. «Antes del derecho, antes de la costumbres legal, ha existido un costumbre originaría genérica e indistinta, que gobernara toda la conducta del hombre primitivo y salvaje, ponía coto a sus impulsiones y domeñaba las voluntades rebeldes; una costumbre, en donde se hallaban reunidos y mezclados los gérmenes de las diversas especies de normas que posteriormente habían de desarrollarse por un proceso de diferenciación .» En esta costumbre originaria, que como ha dicho el traductor francés del libro de Lyall, Estudio sobre las costumbres religiosas y sociales del Extremo Oriente, semeja, bajo ciertos aspectos, «a la nebulosa en vías de transformación planetaria», y que algunos han llamado por eso nebulosa moral , se hallan confundidas y entremezcladas las normas de derecho con las de la moral, las de religión, las de higiene, las de ceremonial, etc. ; unas y otras se equivales y complementan recíprocamente. De derecho propiamente tal, en el sentido que se da hoy por muchos a esta palabra, como precepto de la autoridad que se halla al frente de una comunidad política, y cuyo cumplimiento se asegura por medio de la amenaza de una sanción, no puede hablarse todavía; semejante concepción sólo existe en épocas más adelantadas, cuando ya el derecho se halla perfectamente diferenciado y lleva mucho tiempo de labor evolutiva.

Sin embargo, el derecho ya existe, contra lo que algunos creen; aunque indeterminadamente y embrionariamente, tiene verdadera realidad; anda flotando en un ambiente informe de religión, de moral, de usos diversos.

¿Cuándo y cómo ha nacido? No lo sabemos. Fijar el instante de tal nacimiento, como si se tratase de una creación ex nihilo, parece difícil. Ni tampoco es, quizá, acertado poner el problema de este modo. Es mejor, probablemente, considerarlo como un proceso incesante, como un verdadero continuum, en donde cabe señalar momentos varios, pero no hiatus o soluciones de continuidad. Veamos de seguir ese proceso en sus líneas generales, mostrando la manera con que, dentro de la masa informe de los hábitos sociales, engendrada semiinstintivamente, se va constituyendo una esfera de normas jurídicas, que, si reviste carácter de tales, lo deben a la protección o sanción que las acompaña, más bien que a su contenido.

17. Asomos de diferenciación. El consejo de los ancianos. –Sin cierto número de reglas de conducta que respeten los coasociados, no parece posible la vida de ninguna agrupación humana, por primitiva o rudimentaria que sea. Es lo que constituye el «minium ético», de que hablan algunos filósofos juristas. ; Mas la garantía que en los grupos sociales simples, a que nos venimos refiriendo, alcanzaba el conjunto de exigencias integrantes de aquel minium, no podía ser un principio muy eficaz, por cuanto no había órganos concretos encargados de prestársela; más bien que de una protección jurídica (judicial) al uso moderno, se trataba de una manera de protección moral, difusa. Originariamente, nada obligaba al individuo a respetar a aquellos con quienes convivía: este respecto era protestativo y, a los más lo imponía el temor a las sanciones sobrenaturales, o a la venganza por parte del ofendido, o la necesidad de unir los esfuerzos para realizar una empresa común (defensa contra el enemigo, lucha por la alimentación, etc.) . Entonces no se conoce criterio alguno fijo y exterior para distinguir lo bueno y lo malo, lo que debe uno y aquello otro de que debe abstenerse. La necesidad apremiante, inmediata, y su satisfacción, eran la norma casi única del obrar y la principal fuente de la justicia.

Pero, con el tiempo, la situación de hecho se consolida; los hombres repiten un día y otro día los mismo actos; se constituyen poco a poco un hacer habitual, que se transmiten de generación en generación; y, en este caso, la opinión pública, que ya existe, los mismos hábitos adquiridos , la tradición, la cómoda pereza intelectual, que hace al hombre conducirse como otros se han conducido antes y marchar por los caminos abiertos, constituyen otras tantas fuerzas coercitivas que obligan al individuo a respetar los usos que a través del tiempo se han venido formando.

En este punto es cuando ha debido constituirse el Consejo de los ancianos, encargados de declarar cuáles son los usos que en el grupo dominan desde hace tiempo, y con arreglo a los cuales se deben resolver las controversias. Este consejo de los ancianos se encuentra, según Summer Maine, en la infancia de todas las sociedades , y debe ser considerado como el embrión de los cuerpos legislativos modernos. Sin embargo, el Consejo de los ancianos no legislaba, no hacía más que juzgar, es decir, declarar cuál era la costumbre que venía de tiempo atrás rigiendo en el pueblo , y aplicarla; quien verdaderamente legislaba era éste, por medio de su hacer repetido, dando una solución concreta cuando surgía la necesidad y repitiéndola después en los casos análogos.

Hasta ahora, pues, no existe nada que represente al derecho como u precepto legislativo subsistente por si, impuesto como norma obligatoria a la mesa social por autoridades superiores a ella; al contrario, la norma la da la sociedad misma bajo la forma de costumbres, y lo más que hay es un cuerpo de personas peritas, que, como órganos de la colectividad a que pertenecen, declaran, en nombre de aquélla, como se ha venido siempre conduciendo en casos análogos al presente; un cuerpo, más bien judicial, que legislativo .

18. La norma, como una realidad aparte. –Pero la aparición de este cuerpo judicial, el Consejo de los ancianos, señala el primer paso hacia la concepción de la ley como cosa sustantiva, que representa la norma inflexible de justicia, a la que, por los mismo, deben someter su conducta los individuos. El consejo de los ancianos procura conservar y aplicar las costumbres antiguas, sin fijarse en las recientes; y cuanto más antiguas son, más respeto se exige para ellas. En tal caso, no bien la costumbre reviste alguna antigüedad, cuando se la considera como cosa a se, con valor propio, obligatoria por si misma, no por su contenido, por la función social que desempeña, por su adecuación a las necesidades de la vida. Además se la reputa cosa sagrada, venerable, porque a ella se asocian la idea del respeto a la memoria y a los usos de los antepasados, cuyas almas se enojan en caso de inobservancia , y la idea religiosa, en cuanto los sacerdotes son los principales encargados de aplacar la cólera de los espíritus y de tributarles culto.

Una vez que el crecimiento mismo de la agrupación y la mayor complejidad de su vida impone la distribución y diversificación interna de funciones, al lado de otras clases (militar, etc.), surge la clase o casta religiosa, la cual se arroga cada vez más la misión de ser ella sola quien averigüe la voluntad de los antepasados, en lo tocante al gobierno del mundo, y quien trasmina a los hombres las órdenes de lo alto, en forma de decisiones . Los sacerdotes, quien con diferentes nombres (brahamanes, druines, filé…) se encuentran en multitud de pueblos antiguos, en la India, entre los celtas, los germanos, los iberos, los itálicos, los griegos, los romanos, fueron los primeros juristas, los primeros órganos especiales del derecho. Efecto de la confusión primitiva de éste con la religión, los miembros de la clase sacerdotal eran los que ordenaban los ritos y los sacrificios, los que arreglaban las contiendas entre los particulares, amenazando con la ira y la venganza divina aquellos de entre éstos que no se sometieran al laudo o decisión sacerdotal; los que conocían el derecho (la voluntad de los dioses) y estaban dedicados a conservarlo. «Las reglas, los hábitos antiguos -dice Letouurneau ,- son a menudo numerosos y complicados; la tradición de los mismos se conserva sobre todo en la memoria de los viejos, de los sacerdotes, de los nobles. El origen de estas costumbres jurídicas es tan remoto que no puede llegar a conocerse; pero el misterio mismo en que se hallan envueltas les da prestigio, las hace venerables, y como los sacerdotes tienen a menudo la pretensión de conocer, mejor que el resto de los mortales, estas obligaciones, que tradicionalmente han pasado a las costumbres, se asocian los usos jurídicos a las creencias religiosas; los hábitos se cambian en órdenes de los alto. Entonces las costumbres suben en categoría, pasan al estado de leyes, de mandatos divinos que no se discuten, la desobediencia a los cuales es criminal; se los concibe como algo sagrado que se halla por cima de la voluntad de los pobres mortales ». Y así las primeras reglas de conducta social han revestido un carácter sagrado, y los encargados de revelarlas al pueblo, es decir, los sacerdotes, los sacerdotes, eran mirados por las gentes como seres inspirados por la divinidad. De aquí su grandísimo poder .

Este es el momento primero de la concepción de la justicia como cosa extranatural, que no se halla en medio de los hombres, sino que descienden a ellos desde arriba; el primer momento de la separación entre la vida, como lo regulado, y la ley, como norma inflexible provista de una sanción protectora; la aparición primera de un derecho natural abstracto, independiente, eterno; el embrión, en suma, de la concepción dualista, cuyo imperio ha sido luego tan absoluto . «Con el tiempo, transmitidas de generación en generación las tradiciones de hechos jurídicos, de sentencias sacerdotales, de declaraciones de derechos, ya elevados a regla general y reducidos a ritmo, como pide el carácter poético del tiempo, para facilitar su conservación en la memoria , va formándose el depósito de las leyes primitivas, que a veces se reforman y escriben de nuevo en tablas o códigos para poner término a las luchas de encontrados intereses, cuando empiezan las discusiones entre la plebe y el patriarcado . Ya entonces llega a distinguirse la regla jurídica abstracta, de la declaración del derecho en un caso concreto, y se establece la diferencia entre el poder judicial y el legislativo» .

19. La Ley, mandato de un superior. –Desde la situación a que nos acabamos de referir, pudo pasarse fácilmente a la idea de la ley como la manifestación de la volunta del jefe o caudillo del grupo. Hecha más estable la autoridad de este jefe, y unida a la de su poder la idea del origen divino del mismo, empezó dicho jefe a compartir, primero, con el Consejo de los ancianos, uno de los cuales de ordinarios era él , y a arrogarse, luego, exclusivamente, la facultad de apaciguar y poner orden en las contiendas entre los individuos del grupo. Su intervención fue en un principio oficiosa, y sus decisiones no tenían más fuerza que la que les daba el valor moral de las mismas, el ser dadas por quien lo eran, por quien empezaba a ser considerado como representante de la divinidad, como de estirpe divina, y el traducir la voluntad de los dioses. Pero tales decisiones podían dejar de ser obedecidas por los individuos. La función del jefe era, pues, la de un juez arbitral, cuyos laudos no tenían fuerza obligatoria. Vistos, sin embargo, las buenos resultados que la intervención del jefe producía, en cuanto evitaba luchas y razonamientos interiores y era un medio poderoso de mantener la paz, tal intervención se fue haciendo de día en día más frecuente, hasta concluir siendo obligatoria por efecto de la costumbre; y las resoluciones que el jefe daba adquirieron también fuerza coercitiva . Entonces, ya el jefe pudo dar leyes, expresión de su voluntad y manifestación, al propio tiempo, del querer divino. Tal situación de cosas es la que se observa en los grupos patriarcales estudiados por Summer Maine y otros historiadores, en donde el jefe, el pater familias en la familia, el más viejo en la comunidad agraria, el sacerdote en las antiquísimas constituciones sociales, tienen en sus manos todos los poderes, siendo a la vez jueces, sacerdotes, legisladores, caudillos militares, etc., por lo mismo que el derecho, la moral y la religión, a que sirven de órganos, están también confundidos. La comunidad social no es ya aquí, como lo era antes, la engendradora del derecho, de la costumbre; se limita a recibir el derecho, la ley, como formadas con anterioridad y como normas con propio valor, de indiscutible justicia, a las que tiene que obedecer ciegamente .

En tal sentido, la aparición de la ley representa un retroceso, un decaimiento de las fuerzas sociales, una negación a la sociedad de ser ella misma, todo su organismo, quien puede regir su propia vida: tal aparición es el signo que indica el comienzo de la esclavitud social.

20. Advertencia. –Pero hay que advertir dos cosas:

1ª Que en el caso que nos ocupa, lo propio que acontece con otra cualquiera forma de evolución, no se pasa de súbito desde el gobierno de la sociedad por ella misma, por el derecho consuetudinario creado en su seno conforme lo han ido reclamando las necesidades al gobierno ajeno, al imperio de leyes dadas por autoridades superpuestas al cuerpo social y en nombre de principios sagrados, divinos, inmutables. El tránsito se realiza por grados; con la ley, considerada como emanación de la divinidad, como costumbre y mandato de los espíritus de los antepasados, coexisten las costumbres que la misma sociedad presente engendra, y cuyo cumplimiento exige, no ya por el temor a sanciones religiosas, por motivos de orden no natural, en nombre de la justicia divina o absoluta, sino por motivos de utilidad social, de convivencia presente, por temor a las represalias violentas del vecino, o a la opinión pública, a la desestima y despego de los demás coasociados. En un principio, esta segunda forma de sanción predomina sobre la primera, sobre la religiosa; después, llegan a equilibrarse; luego, el predominio se invierte y la sanción extranatural ahoga casi por completo a la natural.

2ª Que, por lo mismo que la realidad jamás puede negarse por completo, aun en los casos en que uno se obstine en cerrar los ojos ante ella, no fue posible desconocer, en los agregados sociales a que nos referimos, que al lado de la ley dada por el poder, o sea al lado de las decisiones inspiradas en la costumbre inmemorial, en la voluntad de los antepasados, era forzoso dejar algún sitio a la costumbre de los vivos, a la satisfacción de sus necesidades en atención al modo como ellas lo pidiesen, no conforme lo mandara una pauta inflexible trazada de antemano. O, para decirlo en términos de hoy: que al lado del derecho natural, divino, impuesto desde arriba, había que admitir un derecho positivo, real, terrestre, que forman los hombres mismos, que surge de sus luchas y relaciones y que a cada paso se está modificando. Junto al legislador excelso, infalible y soberano, se admite el legislador súbdito y falible.




CAPÍTULO CUARTO



LA LEY Y LA AUTORIDAD EN LOS GRUPOS COMPUESTOS


21. Efectos sociales de la superposición de grupos. –En los grupos compuestos, producto de la aproximación y dominación de una tribu o unidad social sobre otra, el proceso de formación de la ley es distinto que en los grupos simples, aunque el resultado a que se llega sea muy análogo .

Verificada la sumisión de una tribu o unidad social, por otra que ha sabido vencerla en la guerra, la tribu dominadora pone en práctica cuantos medios le sugiere su astucia para tener bien sumisa a la vencida y explotarla en su beneficio. La tribu vencida conserva su propio derecho y buena parte de su organización: aquel derecho y aquella organización que tenía antes de su esclavitud; conserva el culto a sus antepasados, conserva su sustantividad interior ; pero al lado de este derecho surge otro, impuesto por los vencedores y que representa la voluntad de éstos, la serie de medios que estiman oportunos para conservar y asegurar su dominación sobre los vencidos. El derecho interno comienza a perder terreno, porque la nueva situación creada relaja inevitablemente los vínculos entre los individuos a que aquél se extendía, y en cambio se van anudando muchos otros entre los diferentes miembros del nuevo Estado, entre vencedores y vencidos. El número de relaciones reguladas por el derecho externo, es decir, por el que imponen los dominadores, es cada vez mayor ; su horizonte gana tanto cuanto pierde el del derecho interno, el creado por los vencidos antes de caer en esta situación; y como el referido derecho externo traduce la voluntad de los dominadores, la orden de arriba, y se amenaza con castigos duros a los que contravengan a ella, bien pronto se origina, por la habituación, la idea de que lo bueno y lo justo es lo que está mandado, y lo malo e injusto lo que está prohibido. Añádase que los que tienen el poder en sus manos se hacen pasar, y hasta acaso se toman ellos mismos, por representantes y órganos de la divinidad, y que agregan a la amenaza de la sanción terrestre la amenaza de la sanción religiosa ; con lo que se fortalece más y más la creencia dicha de que la justicia es cosa que arranca del beneplácito del gobernante y que sólo él puede dispensar, porque sólo él es el depositario de la voluntad de los dioses, el que conoce los deseos de éstos.

Puestas las cosas de este modo, la clase de los dominadores se arrogó el monopolio del derecho, y sólo ella era la que pretendía poseer el conocimiento de éste. «El derecho revistió forma aristocrática. Las clases superiores no querían mostrar al pueblo que el derecho era para ellas una serie de privilegios y deprimía la autoridad de la conciencia de las masas» . Por eso, v. g., en Roma, las ritualidades que acompañaban al derecho primitivo solamente eran conocidas de los patricios, los cuales tenían de esta suerte un arma poderosa de dominación sobre los plebeyos, ciudadanos de inferior derecho.

22. La ley, instrumento de progreso. –Pero las clases o castas inferiores, el conjunto de individuos pertenecientes a la tribu dominada, aquellos que soportan las consecuencias de la privilegiada situación de los dominadores, adquieren poco a poco conciencia de su fuerza; por otra parte, una vez adaptados hasta cierto punto al nuevo ambiente de sujeción producido por la conquista, comienzan a darse cuenta de la insuficiencia de éste para satisfacer sus necesidades, de lo pequeño que es el círculo de acción del derecho que en sus contiendas con los dominadores han podido conocer, del lugar preeminente que éstos ocupan y de la imposibilidad de conseguir un mejor estado, como no dispongan de más medios que al presente. Entonces comienzan una lucha (que Ihering, y otros con él, califican de lucha por el derecho), encaminada a lograr que el ambiente social y las condiciones de la vida se modifiquen; lucha que no cesa, hasta tanto que la modificación adquiera consistencia y garantía en un documento legal público, conocido de todos y para todos igual. Ejemplo bien elocuente de ello nos ofrece la continuada lucha de los plebeyos contra los patricios en Roma y la publicación del Código de las Doce Tablas, cuyo valor «no consiste precisamente en nada que implique una clasificación simétrica, o pureza y claridad en la expresión, sino en la publicidad, en el conocimiento dado a todos los ciudadanos de lo que se debía y de lo que no se debía hacer». A partir de este momento, los oprimidos no cejan en su persistente protesta contra la desigualdad y van logrando toda una serie de concesiones, que representan otras tantas conquistas del derecho terrestre, humano, contra la prepotencia, y que hallan su más firme garantía en la ley. En tal concepto, ésta es un verdadero instrumento de progreso; y aun el instrumento más adecuado.

La ley ahora ya «no es una tradición santa, mos; es un simple texto, lex; y como quien la ha hecho es la voluntad de los hombres, la voluntad puede cambiarla. Además, la ley, que antes era una parte de la religión y el patrimonio de las familias sagradas, fue luego la propiedad común de todos los ciudadanos». El contenido de ella, de la ley, lo formaron principalmente las costumbres mismas que en el pueblo venían rigiendo y que gobernaban su vida ; mas ni otras costumbres tenían ya el sello religioso que tuvieron antes, cuando se creía que representaban la voluntad de los antepasados, ni fueron costumbres invariables, sino, por el contrario, costumbres que se estaban modificando a la continua. El elemento humano, popular, del derecho empieza de este modo a adquirir gran empuje; los antiguos dominados van poco a poco sacudiendo su estado de servidumbre, adquiriendo posiciones, conquistando prerrogativas que antes les estaban negadas y que únicamente correspondían a la clase privilegiada, hasta participando en la función legislativa y en el gobierno ; lo que hoy llamamos, con la escuela histórica «conciencia nacional», comienza a tomar consistencia, a constituirse en creador única de las costumbres nuevas, que van paulatinamente echando por tierra la ley vieja, a engendrar órganos encargados de recoger cuantas necesidades vayan apareciendo y de darles satisfacción .

23. Alternativas rítmicas. –Mas este proceso, como todos, no sigue constantemente una dirección invariable en el mismo sentido; es un proceso que se verifica de un modo rítmico. Los elementos sociales que fueron antes subyugados, a quienes se les arrancaron sus privilegios, aprovechan cuantas ocasiones se les presentan para rehacerse y readquirirlos, si no en su totalidad, por lo menos en parte; los entusiastas combatientes de otros días, en cambio, luego de conseguir sus aspiraciones, empiezan a considerarse satisfechos con lo obtenido, y aun a perder su fe, porque las conquistas realizadas no les han producido todo el bienestar que esperaban de ellas; y así, conspirando ambos movimientos al mismo fin, viene a la postre a reproducirse, más o menos modificada, la situación que ya estaba lejana y casi olvidada del todo, en la cual el derecho se identifica con la voluntad del soberano, y esta voluntad es la fuente única de la ley. La conciencia nacional ha enmudecido y quod principi placuit legis habet vigorem. Esta nueva situación, en que el derecho todo viene de arriba, en que el Estado se identifica con el soberano personal, en que las funciones públicas y las autoridades que las ejercen tienen todas en el soberano su fuente y están establecidas por voluntad y para servicio del soberano, es la que nos ofrecen el imperio romano y las monarquías europeas de los siglos XV y posteriores. A venida de los bárbaros y la Revolución francesa significan, a su vez, en gran parte, una nueva reivindicación de la conciencia popular oscurecida y comprimida, y, por tanto, una restauración parcial del concepto del derecho, el Estado, la ley y las autoridades como instituciones humanas, mundanales y engendradas bajo.

CAPÍTULO QUINTO



DEDUCCIONES DE LO ANTERIOR


24. Diferente función de las leyes, según los casos. –Por las breves indicaciones que acabamos de hacer, y cuya deficiencia completará la cultura histórica del lector, viene a resultar que las autoridades y las leyes han ejercido en la evolución social una acción. Ora beneficiosa, ora nociva, y han servido, unas veces de instrumentos de libertad y otras de instrumentos de tiranía.

Lo general ha sido que, en los comienzos de la vida colectiva, dentro de las unidades sociales constituidas por individuos, todos los cuales se reputaban parientes y entre quienes la solidaridad y cooperación eran impuestas por las necesidades mismas y, por consiguiente, un verdadero producto espontáneo, las leyes no hayan tenido existencia sino muy tarde, al final del proceso evolutivo, cuando en el seno mismo del grupo se había producido cierta desigualdad de condición entre las personas (diferenciación de clases, efecto de la misma complejidad de las relaciones de la vida, etc.), cierto desdoblamiento entre autoridades y súbditos, entre aquellos que ejercían la prepotencia (clases militar, sacerdotal, gobernante) y aquellos otros que no tenían más remedio que sufrirla (clases trabajadoras, menospreciadas, de inferior condición y derecho que las anteriores, clientes, vasallos, esclavos). Aquí, la ley, o lo que la representaba, el mandato del jefe, las decisiones de los Consejos de ancianos, de sacerdotes, de ciudadanos privilegiados reunidos en asamblea, vino a originar un estado de sujeción antes no conocido, y a ser, por lo mismo, fuente de males.

Pero aún en este caso produjo también ciertos saludables efectos. Gracias a ella, los elementos sociales que comenzaban a disgregarse, por haber perdido fuerza poco a poco y relajádose la conciencia de un origen común, pudieron permanecer compactos, en un tiempo en que la cohesión era grandemente necesaria para mantener la integridad del grupo y defenderlo de ajenos ataques. De suerte que, si por una parte la ley y la autoridad impidieron el libre juego de las actividades individuales, poniéndole cortapisas, por otra parte favorecieron con estas trabas el interés común.

En los grupos compuestos, por el contrario, las órdenes venidas de arriba, las leyes, como mandatos del superior, empiezan a tener existencia desde luego, puesto que con ellas se asegura la prepotencia y la explotación parasitaria de los dominadores sobre los dominados ; son, por consecuencia, desde un principio, armas de que se sirven los vencedores para asegurar su dominio, y no tienen más fin que procurar el beneficio de los menos a costa de los más. Pero, andando el tiempo, los vencidos entablan entre sí y con los vencedores una multitud de relaciones nuevas, productoras de sinnúmero de costumbres; y estas costumbres no se considera que vienen de lo alto, por concesión graciosa, sino más bien se juzga que son originadas en las luchas diarias de la vida; y por otra parte, aunque se mueven fuera del orden legal, no son reputadas como contrarias a éste, sino, al contrario, armónicas y congruentes con él y como necesitadas de que el mismo orden legal las proteja, para que nadie, ni aun las autoridades, pueda desconocerlas o violarlas. Las disposiciones legales que entonces llegan a darse con este fin son una conquista de la conciencia popular, un instrumento de igualdad jurídica y una garantía de libertad para los ciudadanos oprimidos.

De todo lo cual resulta que, en la evolución social, ni siempre se produce el derecho de la manera espontánea, tranquila, irreflexiva, exenta de trabajo y de combate, como pretendía la escuela histórica y, sobre todo, sus dos más ilustres representantes, Savigny y Puchta, ni tampoco es siempre acertado el punto de vista de Ihering, cuando afirma que «todo derecho en el mundo ha tenido que ser adquirido por la lucha», que «la paz es el término del derecho, y la lucha el medio para alcanzarlos», etc. Los dos criterios son verdaderos, aunque sólo parcialmente, para ciertos casos; por eso hay precisión de combinarlos y completar cada uno de ellos con el otro.

En las sociedades salidas de la infancia y en todas las que se llaman civilizadas o adultas, las funciones de la autoridad y de la ley son, lo mismo que en los orígenes, unas veces y para algunos beneficiosas, y otras veces y para otros perjudiciales. Además, las mismas leyes y autoridades que comienzan por ayudar grandemente al progreso concluyen por retardarlo o entorpecerlo; y viceversa, aquellas cuya creación o establecimiento significó un paso atrás, un medio de opresión, y por eso fueron recibidas hostilmente, acaban por convertirse en factores de adelantamiento social y en escudo de las libertades de los ciudadanos.

Haremos algunas observaciones sobre estos varios casos.

25. La justicia, desde el punto de vista de cada uno. –Es frecuente invocar, como fundamento de las leyes, principios de racionalidad y de justicia absolutas; y los ciudadanos claman por que aquélla traduzcan los principios referidos, y hasta pueden llegar a figurarse que los traducen, en efecto. Sin embargo, mirando un poco detenidamente, se convence uno de que las leyes no son sino un simple fenómeno social, que, como todos, representa la resultante del encuentro de sinnúmero de fuerzas. En todo Estado existen siempre multitud de elementos (castas, clases, órdenes, gremios, agrupaciones religiosas, políticas, industriales, mercantiles, etc., etc.), cada uno de los cuales persigue un particular interés . En torno de este interés se reúne cierto número de individuos, constituyendo una entidad independiente, algo así como un Estado dentro de otro Estado.

Estos distintos elementos, lejos de estimar como solidarios sus respectivos intereses, y de juzgar, por tanto, que buscando el bien de los demás, labran el suyo propio, se guían por una concepción torpemente egoísta de su conveniencia, y se figuran que ésta no puede menos de hallarse en oposición con la conveniencia de los individuos pertenecientes a otras agrupaciones. Y, claro es: colocados los unos en un punto de vista diferente del de los otros, cada cual tiene forzosamente que representarse la adecuación de los seres y de los actos para los fines que persigue, o sea la justicia, de modo diverso que los demás. De donde se origina una lucha implacable e incesante de intereses, que da por resultado, como toda lucha, el predominio del elemento más fuerte, o, dicho con más exactitud, del que mejor ha sabido aprovecharse de las armas que tenía a su disposición para vencer a los adversarios. El vencedor se constituye entonces en legislador e impone su voluntad a los vencidos en forma de ley. Esta representa, sin duda, la justicia, la adecuación; pero una justicia o adecuación relativa al punto de vista, al criterio de los dominadores; en modo alguno una justicia o adecuación relativa al punto de vista de todos, dominantes y dominados, o sea una justicia racional y absoluta.
Lo que ocurre es lo que, erigiendo cada uno un criterio general, en principio aplicable a todos, lo que no es sino su criterio particularísimo y privativo, se constituye por sí mismo en órgano y definidor de lo justo en sí. Los vencedores piensan y dicen que la ley que ellos han dado responde a las exigencias de la justicia racional y absoluta, y que es, como ésta, inmutable, infalible, inexpugnable, por lo que se persigue y castiga con criminales a los que realicen o intenten realizar actos que puedan considerarse como atentatorios contra la misma. Al contrario, los vencidos juzgan, por su parte, que la ley es para ellos un instrumento de opresión, puesto que no protege más que los intereses estrechos de la clase explotadora, y claman, por consecuencia, en nombre de la justicia absoluta y eterna, contra las irritantes injusticias que la ley ampara y que en su nombre cometen los poderes encargados de aplicarla.

26. Rectificación de criterio. Una comparación. –La situación legal creada es, pues, una situación beneficiosa para los elementos sociales (al menos, ellos así lo estiman) que han conseguido imponerse a los demás; pero es una situación violenta, opresora, para aquellos otros que han quedado vencidos. Estos últimos, sin embargo, se van poco a poco amoldando a ella; los razonamientos que con la misma tienen, son cada vez menos fuertes y sirven para ir limando las asperezas primitivas, hasta hacerlas desaparecer del todo; la necesidad del empleo de la fuerza por parte de los vencedores se va haciendo cada vez menor, porque los vencidos, que en un principio se rebelaban contra el cumplimiento de la ley, han ido habituándose al yugo de ésta, y aun persuadiéndose de que les sirve de amparo y protección; con lo que acaban por reputarla como condición indispensable para la vida, que sería imposible sin ella.

Aun cuando de pasada, podemos decir que este fenómeno es muy general en todas las manifestaciones de la vida. Los agricultores, v. g., suelen ligar las plantas y los árboles de mil maneras impidiéndoles desarrollarse espontáneamente y coartando, por lo tanto, su libertad. Pero las plantas y los árboles se van doblegando insensiblemente al nuevo estado, se van habituando al mismo y se connaturalizan con él, hasta el punto de que, pasado algún tiempo, pueden romperse las ligaduras, sin temor a que desaparezca el resultado que con ellas se perseguía. La unión, pues, en sus comienzos forzada, se ha llegado a consolidar con el tiempo, y lo que en un principio fue actividad cohibida, impuesta violentamente desde afuera, se ha convertido ahora ya en actividad libre, exenta de toda traba, por su especial (nueva) manera de ser. –Exactamente lo mismo sucede con los animales: fieros en un principio, huyen del hombre como de unos de sus mayores enemigos, pero cuando el hombre se apodera de ellos y los somete por la fuerza a su servicio, concluyen por domesticarse, por ver en el hombre que les subyuga en protector, por encontrar aceptable esa sumisión, y hasta por buscarla, viviendo en ella como en su propio elemento. –Y lo mismo ocurre también con los hombres, los cuales se adaptan con facilidad al ambiente de sumisión y de explotación en que se les coloca, y aun llegan a considerarlo como el único que les conviene. La inmensa mayoría de los esclavos de todas las épocas son quienes menos veces y con menos fuerza han protestado contra la injusticia de su situación, porque, viviendo en medio de ella, han sido los que menos echaban de ver la posibilidad y necesidad de respirar en otros horizontes. Y todos, aunque unos más rápidamente que otros, nos acomodamos, so pena de sucumbir, a la nueva atmósfera de leyes, instituciones, etc., en que se nos coloca; y después de haberla calificado de injusticia (inadecuada, no conveniente), y de repugnarnos grandemente su injusticia, concluimos por confesar que no es ésta tan grande como primeramente habíamos creído, y que, con un poco de flexibilidad, puede hacerse, aun con ella bastante llevadera la vida.

27. Nueva forma de coacción. –De esta manera, la coacción se ha convertido, de exterior en interior, de mecánica en psíquica, y de garantía de obediencia y cumplimiento de la ley no está ya principalmente en el temor al castigo y a la prepotencia de las autoridades, sino en la adhesión espontánea del sujeto , el cual entiende que tal cumplimiento le es a él mismo beneficioso, y no perjudicial, como antes creía. «Un tirano o una asamblea -dice Tarde - promulgan una ley con un fin político. Esta ley preceptúa, por ejemplo, que los fundos dotales sean inalienables. En los primeros tiempos, los ciudadanos obedecen por deber, y la ley produce un sentimiento de disgusto, como una prohibición no demandada ni prevista; se le respeta, porque tiene un presente en su mente la autoridad del legislador que la ha hecho. La ley posee, por tanto, dos caracteres: es, más o menos, causa de dolor o de temor, y representa la manifestación de una voluntad exterior a aquel que obedece. Sin embargo, si esta ley dura mucho tiempo a medida que las generaciones se suceden, va perdiendo los dos caracteres dichos: se le cumple por hábito, o por gusto, y al propio tiempo, el que la obedece, la ha convertido en cosa suya, porque la ha recibido de sus antepasados como una herencia familiar, como un patrimonio nacional. En este caso, la ley es considerada como un derecho, es decir, como una garantía, y no como una orden del soberano».

De manera, que en este proceso, lo que en un principio es hijo de la violencia, viene a convertirse luego en voluntario; y lo voluntario, producto de la deliberación y del cálculo más o menos reflexivos, se cambia después en sumisión determinada por el ejercicio repetido, casi automático, de unas mismas acciones, o sea por el hábito; de la obediencia guiada por la inteligencia y la reflexión, se pasa a la obediencia impulsada por el afecto, el sentimiento, el instinto.

Bien miradas las cosas, los individuos a quienes se les ha impuesto la ligadura de la ley, pierden seguramente en libertad e independencia; pero en libertad e independencia que podremos llamar salvajes; en cambio, ganan en libertad e independencia sociales, supuesto que la limitación les produce muchos beneficios, de los cuales no podrían gozar de otro modo; beneficios procedentes de la solidaridad y la cooperación forzosa en que los asociados viven . Difícil es decir que hubiera sido mejor en absoluto: si continuar con la situación ex lege, donde cada cual no conocía más regla de conducta que su discreción o su fuerza, y dejar que la evolución hubiese seguido, por decirlo así, su curso natural, o haber dado origen con la ley a otro estado de cosas en el que se ha introducido como factor social la obra interesada y egoísta del hombre.

28. Efectos no previstos. Mutualismo. –Hay también que advertir otra cosa respecto del valor y función de la ley para dominadores y dominados, y es la intervención, aquí como doquiera, de elementos con los cuales no se cuenta en el instante de obrar. La inteligencia del hombre es aún tan limitada y pobre, y su conocimiento del mundo y de las energías que en él juegan tan escaso, que apenas si puede prever algunos de los más inmediatos resultados que sus acciones han de producir. La previsión de gran parte de los efectos de su conducta, singularmente de los efectos un tanto remotos, y mucho más de los más remotos, le está casi por completo vedada. Se obra, y no se sabe cuáles van a ser a la larga las consecuencias del propio obrar. Si los factores que intervienen en la vida fueran pocos, y su acción se manifestara de un modo constante y uniforme, no sería muy difícil calcular lo porvenir, y por lo tanto dirigirlo. Por tales factores, principalmente los de la evolución social, son innumerables, y sus combinaciones y cruzamientos, infinitos; cuando cree una que ha tomado todas las medidas necesarias para producir o estorbar un acontecimiento determinado, se interpone una o varias causas, con cuya existencia o posibilidad no había contado, y trastorna todos sus proyectos.

Lo mismo le sucede también al legislador. Por más que él, al dar sus preceptos, persiga tales o cuales fines v. g., asegurar la dominación de una clase social sobre las otras, como no le es dado precaver todas las eventualidades futuras, se encuentra a lo mejor con que las leyes que ha dado producen efectos enteramente distintos, y hasta quizá opuestos, a los que no buscaba. Aún la más tiránica de las leyes, no puede menos de originar algún resultado útil para aquellos contra los cuales se ha dado. Además, es imposible que un estado social cualquiera esté dispuesto de tal suerte, que todas, absolutamente todas las condiciones que lo constituyen sean beneficiosas para una parte de la población y perjudiciales para las otras. Si así fuera, la vida se haría imposible para estas últimas. Acontece más bien que los dominadores disponen las cosas en provecho exclusivo suyo, hasta donde les es posible, o sea dentro de cierto límite; pero, fuera de éste, hacen a los dominados ciertas concesiones, que son otras tantas trabas que se imponen ellos mismos, los dominadores, a su actividad. Y esto, llevados de su propio egoísmo, no de generosidad. La relación parasitaria jamás puede ser tan completa, que el parásito haga imposible bajo todos los respectos la vida de la víctima; si así sucediese, el parásito resultaría perdiendo; por eso le conviene dejar cierta amplitud, cierta esfera de movimiento libre a la víctima, y aun protegerla para poderla explotar mejor. De este modo, el parasitismo puro, unilateral, en donde la víctima no recibe equivalente alguno del parásito a cambio del beneficio que éste obtiene de ella, se convierte en mutualismo, en simbiosis, o sea en parasitismo recíproco, bilateral, de servicios mutuos. La mutualidad es un principio muy desigual, porque el dominante recibe mucho y entrega poco; más con el tiempo se va consiguiendo la equivalencia. Y entonces, ya puede decirse que las leyes, las cuales comenzaron por ser un instrumento de desigualdad, de prepotencia y de tiranía, y sólo defendían los intereses egoístas de unos cuantos, han venido a ponerse al servicio de los intereses generales, de los intereses de todos o del mayor número, y a convertirse en escudo de la justicia y de la desigualdad (relativas).




CAPÍTULO SEXTO



SERVICIO DE LAS LEYES Y LAS AUTORIDADES


29. La autoridad, como derecho y como función. –De la originaria relación de prepotencia engendrada por la lucha, y que es sencillamente una relación de hecho, sin más base que la fuerza bruta, surge lentamente la idea de la relación jurídica de autoridad. El hábito de ver durante mucho tiempo dispuestas las cosas de cierto modo, y de vivir dentro de una situación real determinada, hace que olvide poco a poco la manera como esta situación se produjo y que le haya considerado cada vez como menos violenta y dura. Por otra parte, los beneficios que todos, unos más y otros menos, obtienen de ella, la van purgando de su ilegitimidad de origen y convirtiéndola en legítima : pues aun los oprimidos temen perder aquellos beneficios, si la nueva situación fuese derrocada. El simple hecho de hallarse unos individuos en posición preeminente respecto de otros y de poderes mandar, se torna en un derecho, y como tal lo reclaman los primeros y lo reconocen los segundos.

La autoridad, pues, es un derecho del que la ejerce y se halla establecida en su exclusivo beneficio. En sus comienzos, el poder del padre sobre los hijos, del marido sobre la mujer, del señor sobre los esclavos, del patrono sobre los clientes o «devotos», del jefe o caudillo sobre sus súbditos, del señor feudal sobre los vasallos, del amo sobre los criados… es exclusivamente un derecho, un dominio que corresponde a la persona que lo ejerce, y a cambio del cual no tiene deber alguno frente a los individuos sobre quienes lo ejerce. La práctica o ejercicios de tales derechos no reconocía más trabas que la voluntad discrecional de su poseedor.

Pero no tarda en aparecer la idea, si bien muy débil y confusa, de que la autoridad, al propio tiempo que favorece a aquel que la tiene en sus manos, favorece también algo a los mismos sobre quienes pesa; y entonces, al concepto de la autoridad como puro derecho, empieza a acompañar el concepto de la autoridad como deber y función, lo cual hace que nazcan, una tras otra, multitud de limitaciones al ejercicio de la misma. La patria potestad, la manus, la potestad de los reyes y de sus delegados, todas las manifestaciones de la autoridad, comienzan a revestir cierto carácter de tutela respecto de los débiles y necesitados, y por lo tanto, a ofrecerse como derecho de estos últimos.

El doble carácter de derechos y obligación, de dominio y de tutela, predominando, ora el primero, ora el segundo, lo ha venido teniendo durante toda la historia la autoridad; y éste es, puede decirse, el estado en que hoy nos hallamos, con tendencia a proseguir la evolución en el sentido de ampliar el horizonte de la idea de autoridad como función y deber, como complemento de la personalidad del súbdito, y reducir, en cambio, el horizonte de la idea de autoridad como derecho.

Por ser así, o sea porque la autoridad se viene considerando cada día más clara y resueltamente como función y deber, y no como derecho del que la ejerce, es por lo que a todos cuantos desempeñan alguna misión en el Estado, desde el monarca hasta el último empleado, se les llama frecuentemente «funcionarios» y «servidores de la comunidad». Por eso mismo es por lo que se pide que las autoridades busquen el bienestar común, y no el suyo propio; por lo que se establecen cada vez mayores limitaciones legales al ejercicio de todos los poderes; por lo que se hace uso del derecho de resistencia, de protesta, de manifestación contra las leyes que se reputan injustas (contrarias al procomún) y contra las órdenes arbitrarias de toda clase de autoridades; por lo que todo el mundo, que se cree débil o atropellado injustamente, pide a los poderes protección para su debilidad o contra el atropello.

30. Resultados útiles de la ley y de la autoridad. –Solamente su carácter de función tutelar, es lo que justifica la existencia de la autoridad y de la ley y lo que las mantiene. Es cierto que una y otra no suelen perseguir, como se ha dicho, más que la utilidad de los dominadores; pero también lo que con ellas se logra, aun sin pretenderlo, la utilidad de los dominados.

Hasta el presente, han sido los hombres, y aun lo son, tan poco inteligentes, su mirada intelectual alcanza tan reducido horizonte, que apenas son capaces de ver las relaciones que guardan entre sí las cosas que tienen más encima, no percibiendo con claridad, y a menudo, ni aun columbrando siquiera, las que ligan a las cosas ya un tanto alejadas. Por eso, la vida social es, en grandísima parte, un producto del azar, de lo imprevisto. El móvil del obrar de cada individuo es, de ordinario, el egoísmo; pero un egoísmo estrecho, que se basa en la contradicción entre el interés propio y el ajeno, no un egoísmo amplio, que se apoya en la compenetración y armonía de todos los intereses. De aquí que, si no hubiera alguien que pusiera coto a los egoísmos particulares y forzara a la cooperación, la vida social sería en muchos casos una lucha constante, un bellum omnium contra omnes, como sucede en muchas agrupaciones primitivas y salvajes, de tribu a tribu. Ahora, precisamente la ley y la autoridad son las que cumplen el cometido de aglutinantes, las que producen la cohesión social, imponiendo forzosamente la cooperación de todos para el bien común .
Aun cuando los que tienen en sus manos el poder no se propongan ejercitarlo sino en provecho exclusivo suyo, vienen a producir, quieran o no quieran, un beneficio general . Los ejemplos que podríamos poner en corroboración de lo que se dice son muchos. Sean, v. g., los impuestos. Es indudable que una parte muy considerable de los mismos se invierte, en los Estados modernos, como se ha invertido en los Estados antiguos, en la satisfacción de las necesidades personales y privativas de los que mandan, en sus caprichos egoístas. Esta parte de impuestos ha estado y está en razón directa del grado de prepotencia y despotismo dominantes, del antagonismo entre los varios elementos y clases sociales, de la idea de que el Estado es una cosa de la propiedad de aquel o aquellos que se hallan al frente del mismo , y en razón inversa del desarrollo mental humano, de la civilización, de la conciencia de la solidaridad y, consiguientemente, de la cooperación realizada de un modo voluntario por los individuos.

Pero otra parte de los impuestos, mínima en un principio, mayor después, se ha aplicado y se aplica a la satisfacción de las necesidades colectivas. Como en compensación del tributo que los sometidos pagan, van con el tiempo obteniendo, de aquel o aquellos que lo reciben, alguna protección, la cual, habiendo comenzado por tener el carácter de graciosa, concluye por revestir el de obligatoria. De otro lado, los mismos que reclaman los impuestos, para dar a éstos alguna apariencia de justificación y constreñir a su pago a los resistentes y pertinaces, pretextan destinar tales impuestos a servicios públicos , con lo cual señalan el verdadero camino por donde se debe marchar, sobreponiendo la conveniencia general a la individual, o, mejor dicho, buscando esta última como resultado de aquélla.

Y aquí está uno de los innegables beneficios que las leyes y las autoridades, o lo que es lo mismo la coacción, producen. Sin salir de esta materia de los impuestos, tenemos que los individuos, a causa precisamente de su escaso desarrollo psíquico, de su poca aptitud para remontarse a concepciones generales y de su limitadísima penetración para leer en lo porvenir, calculando por anticipado el curso de los acontecimientos, no se desprenden con gusto de una parte de sus haberes, aunque se les diga que, a cambio de ella, recibirán después, y por muy varios conductos, cien veces más de lo que han dado. Como no ven la realización inmediata de esas promesas, no creen en ellas. Por eso, siempre que pueden, se excusan, niegan o eluden, hasta dolosamente, el pago de las cuotas que les corresponden. Las que con menos repugnancia satisfacen, son aquellas que se, destinan a servicios cuya utilidad pueden tocar con las manos, y pronto: v. g., las dedicadas a construcción de caminos y demás obras públicas. Si se les dejase en completa libertad, pagarían probablemente estas cuotas y se abstendrían de satisfacer todas las demás consagradas a fines de moralidad, de educación, de beneficencia y semejantes; es decir, a fines cuyos efectos útiles no pueden palpar, a lo menos de una manera directa e inmediata. Recuérdese, por ejemplo, la tenaz oposición que se hace entre nosotros constantemente a aumentar las partidas del presupuesto de instrucción pública, la que se hizo en su día a la creación del Instituto del Trabajo, etc.

31. Tránsito al cumplimiento voluntario de lo primeramente impuesto. –De no haber leyes ni autoridades que, aun cuando por móviles en gran parte egoístas, obligasen a los individuos a hacer aquello que de su grado no hacen, los fines referidos quedarían sin cumplir, y todos los asociados perderían con ello, empezando por los mismos a quienes se compele y cuya libertad (salvaje) sufre limitaciones. Por el contrario, gracias a la autoridad y a la ley, los asociados practican, aun cuando sea a su pesar, aquello mismo que les favorece, y pagan las cuotas destinadas a gastos que ellos estiman inútiles: hasta que, andando el tiempo, se percatan de que están obteniendo ciertos servicios provechosos, procedentes de las cuotas referidas. Entonces ya, estas últimas pasan a la categoría de impuestos pagados voluntariamente, por convencimiento íntimo de su bondad: convencimiento reforzado por el hábito que la misma imposición coercitiva que ha pesado largo tiempo sobre los individuos ha engendrado en éstos. En tal caso, la misión de la ley y de la autoridad puede decirse ya cumplida en cuanto al particular de que se trate, y no habría inconveniente alguno en hacerlas desaparecer, con el propósito de hacerlas servir a otros fines tutelares que fuesen surgiendo de nuevo.

32. Otro ejemplo. –Las reflexiones que acabamos de hacer, por lo que a los impuestos se refiere, son perfectísimamente aplicables a otra infinidad de asuntos; y como este aspecto de la cuestión ofrece no poca trascendencia, y de su estudio pueden sacar los gobernantes grandes y muy útiles enseñanzas, conviene que nos detengamos más en él, explicándolo por medio de ejemplos.

El Estado oficial tiene que tomar a cargo suyo la materia de higiene, en tanto no sean limpios e higiénicos los individuos, y aun cuando éstos protesten. Llegan a tal punto, por lo regular, la ignorancia y la imprevisión de las gentes; de tal manera desconocen su propio interés, y tan débil es la conciencia que tienen de su representación en el mundo y de su posición y relaciones con los demás hombres con quienes conviven que no hay más remedio que suplir, aun coactivamente, las deficiencias que se advierte en su personalidad. ¿Es racional y, por consiguiente, preciso y obligatorio, ser sano en lugar de enfermo, fuerte y vigoroso en vez de enclenque? ¿Va en ello el interés exclusivo del individuo de quien se trate, o anda también de por medio, y pudiéramos decir ante todo, un interés social? ¿Qué conducta, por lo tanto, debemos seguir con los refractarios a toda higiene corporal? No está obligado el Estado, en este punto, como en otros, a ejercer de tutor de quienes lo necesitan, y, con propósitos tutelares, a imponerse por medio de la ley y de la coacción a los individuos, para que hagan aquello que de su grado no hacen –tal, v. g., como vacunar a sus hijos para librarles de la viruela o de otras enfermedades. Y ¿no es con este criterio mismo con el que se debe juzgar y defender la prohibición del matrimonio a los que padezcan ciertas enfermedades , la limpieza obligatoria del cuerpo, la higiene obligatoria de las viviendas, escuelas, oficinas, talleres, fábricas, etcétera? Si contra estas formas de coacción legal se invocan, como a menudo ocurre, los fueros de la libertad humana, parece que pueden invocarse de la misma manera contra cualesquiera otras restricciones de ella, y por consiguiente, que ni el Estado ni nadie tiene facultades para impedir que yo sea un borracho, un holgazán, un disipador de mi salud, ni para estorbarme que abandone a mis hijos o que los maltrate o los deje consumirse de inanición, puesto que son míos y, como míos que son, puedo hacer de ellos lo que mejor me plazca, igual que de otra cualquiera cosa mía. Pero si, por el contrario, mi libertad en este orden, ni en ningún otro, puede ser libertad para el mal, cuando yo lo practique pueden poner trabas a mi hacer; como, por análogo motivo, podrán constreñirme a realizar el bien, en caso de inacción. Este constreñimiento es una tutela, y, aparte de su finalidad inmediata, ha de tener la remota de formar en mí, por el hacer repetido, un hábito de conducirme honrada y racionalmente, cooperando al bienestar común, y al propio tiempo la de engendrar, como consecuencia de dicho hábito, el convencimiento de que me es más útil, a mí mismo, seguir la conducta que sigo ahora, que no la que seguía anteriormente, cuando obraba a mis anchas, pero perjudicándome en realidad y sin comprender el alcance de mis actos.

33. El auxilio científico para hacer las leyes. –Cuando las leyes responden a semejantes propósitos, desempeñan, me parece a mí, una función social de innegable importancia. Pero es necesario penetrarse bien de la exigencia que ello implica, a saber: la de que la tutela tiene que ejercerse inteligente y racionalmente. Si el legislador quiere proceder con acierto en la formación de sus prescripciones (por ejemplo, en sus leyes sobre higiene, que es de las que se trataba ahora), forzoso es que ante todo se entere de lo que debe mandar. Y como en la mayoría de las cosas no tendrá él más cultura que las demás personas que constituyen la masa, el denominado «vulgo», conviene que, abandonando manifestaciones arrogantes de amor propio e injustificadas presunciones de omnisciencia, acuda en demanda de las convenientes luces a aquellos que puedan prestárselas, esto es, a los especialistas.

De igual manera que se dan muchos grados en la moralidad y en otras propiedades de los hombres, los hay asimismo en cuanto a su penetración individual, su sabiduría y su consiguiente previsión. Alcanzan a ver algunos muchas más relaciones y a representarse muchas más consecuencias de una forma determinada de conducta, que todos los demás. Y generalmente, quienes se encuentran en este caso, son los que han convertido su atención reflexiva a la observación y estudio de aquel orden concreto de fenómenos, es decir, los llamados técnicos u hombres de ciencia. Efecto de la preparación adquirida con anterioridad, de los múltiples datos de hecho atesorados en su mente, de la abundancia de representaciones formadas en correspondencia con ellos, y del consiguiente hábito de discurrir tocante a la especial materia a que han consagrado sus mayores esfuerzos, resulta que, mientras el horizonte intelectual de los más en los asuntos de que se trata el limitadísimo, el suyo es muy amplio y, por lo mismo, tienen presente, al formar sus juicios, innumerables elementos que pasan inadvertidos para los profanos; y en su síntesis, mucho más comprensivas que las de éstos, disciernen con superior acierto el camino que conviene seguir (como también el que debe evitarse) para lograr, a la corta o a la larga, tales o cuales resultados de utilidad común.

Por eso he dicho en otra parte lo siguiente, que me parece oportuno reproducir ahora, sin perjuicio de remitir al lector a aquel lugar, siempre que desee conocer los fundamentos porque lo decía: «Las leyes formadas por el procedimiento realista han de tener su base y su raíz en el conocimiento de aquella parte de la realidad social a que pretendan servir de norma. Pero el legislador no puede por sí mismo recoger todos los datos, ni hacer todos los análisis y observaciones indispensables al efecto. No tiene más remedio que servirse del auxilio ajeno. ¿De quién lo solicitará? Debe pedírselo a quien mejor pueda prestárselo, que serán precisamente aquellas personas que, por razón de sus aficiones, de su profesión, o por otra causa, hayan estado más en contacto con el correspondiente orden de fenómenos; aquellas personas que mejor los hayan observado y estudiado y mejor los conozcan. Los técnicos (de todo género, y no tan solo los profesionales que tengan un diploma) serán, pues, los que deban servir de consejeros auxiliares al legislador que quiera hacer las cosas a derechas».

«En opinión de algunos, los hombres técnicos deben desempeñar en la vida -singularmente en la vida política- de las sociedades venideras una misión análoga a la que desempeñaban los arúspices en la vida política y social de la antigua Roma. Como conocedores, mejor que nadie, de lo que debe hacerse para no desagradar a los dioses (es decir, de lo que conviene al interés de la colectividad, que es tanto como decir a los intereses de la justicia), habría de consultárseles -igual que en Roma se les consultaba- antes de hacer nada, y menos de formar leyes: que equivale a inquirir la voluntad de los dioses, o, lo que monta tanto, el beneficio común; advirtiendo que todo lo que se haga sin este requisito previo, irá afectado de un vicio de origen. Y se comprende muy bien que acontezca de este modo. Pues, si la ley, para serlo efectivamente y no degenerar en mandato tirano, «ha de enderezarse al bien común», según repiten a diario los legistas; si el bien común es un dato real, complejísimo, resultante de la agrupación y transacción orgánicas entre infinidad de bienes privados; si por consiguiente, no puede conocerse fácilmente en qué consiste ese bien común, sino analizando y estudiando en cada caso los elementos que contribuyen a determinarlo y la manera como están dispuestos y combinados en la realidad, parece llano concluir diciendo que quienes mejor pueden conocer en qué consiste dicho bien común, y quines, por lo mismo, se hallarán en situación más favorable para saber qué clase de disposiciones ha de contener una ley que pretende ser justa (ajustada, adecuada al fin que la misma persigue), serán aquellos individuos que se hayan dedicado en especial a adquirir un conocimiento, lo más complejo posible, del correspondiente orden de fenómenos: es decir, los técnicos. Y entonces, el no demandar los consejos, las luces, los dictámenes de los técnicos para hacer leyes, equivale a vendarse voluntariamente los ojos y caminar a tientas de día. Los romanos tenían su collegium de augures, para que ilustrase a sus magistrados, siempre que éstos realizaban, como tales, algún acto importante de la República; ¿no deberemos tener también nosotros nuestro cuerpo de augures, a la moderna, claro es, para que ilumine igualmente a nuestros magistrados, a nuestros repúblicos, ya que éstos no pretenderán, de seguro, ser omniscientes ni necesitar jamás la ayuda del prójimo?»

De lo cual resulta que, si las leyes han de responder a la misión tutelar indicada, único fundamento de su existencia, es preciso que quienes las hagan y obliguen a cumplirlas descubran antes, con las convenientes ayudas, cual sea el procedimiento que en razón debe emplearse para ejercitar la tutela.

34. La materia de educación y enseñanza. –Con estas consideraciones por delante, fácil ha de sernos resolver otros muchos problemas al igual que el de la higiene, sobre los cuales discuten largamente los escritores cuando se trata de fijar los límites de la acción del Estado. Si los que admiten la necesidad de éste (del Estado oficial ), se entiende, aunque sea como un mal menor o necesario, reconocen unánimemente la competencia del mismo tocante a aquellos asuntos que se refieren a la defensa contra los enemigos exteriores y contra los interiores o sea en asuntos de guerra, relaciones internacionales y administración de justicia -que constituyen los llamados fines esenciales o permanentes del Estado-, en cambio, desde el momento en que se piensa en los fines de cultura y perfeccionamiento social, tales como la enseñanza, la beneficencia, la protección a los obreros manuales, a los delincuentes, a otras personas débiles, empiezan las dudas y las discrepancias.

En nombre de la libertad individual y de los «derechos del padre de familia» para dirigir la educación de sus hijos como bien le plazca, se condena por muchos la intervención legal y coactiva de los poderes públicos en dicha educación, es decir, el llamado «Estado docente». En España hay muchas gentes colocadas en semejante actitud, y no hace mucho que han recrudecido la agitación, invocando la libertad de enseñanza .

¿Qué pensar acerca del asunto? Advirtamos, ante todo, que el padre no puede hacer mal a sus hijos, ni disponer de ellos como le acomode, según acontecía cuando la patria potestad era un derecho del que la ejercía, y éste la consideraba establecida en su beneficio. El hijo no es del padre, es de sí mismo y de todos; lo que se continúa llamando patria potestad, no es potestad en rigor, no es un poder, sino una función establecida en beneficio del hijo, una tutela para éste (quizás conviniera denominarla tutela patria) y, por consiguiente, un deber del padre, al cual habrá que privarle de ella cuando no la desempeñe bien, conforme lo exigen la índole y los fines de la misma. Adviértase, en segundo término, que la autoridad pública no tiene tampoco otra razón de ser que la autoridad paterna, y que su ejercicio, si de algún modo se justifica, es por los servicios útiles, o sea tutelares, que puede prestar a los sometidos a ella. Cuando encuentre necesidades humanas no satisfechas, y ella disponga de medios para esa satisfacción, está obligada a ponerlos, y si no los pone, falta a su cometido, al motivo que la mantiene en pie. Y finalmente, debe tenerse en cuanta que, si frente a la ley y al Estado pueden los padres protestar de que no les dejen hacer de sus hijos y con sus hijos lo que les plazca, los hijos, a su vez, podrán invocar frente a sus padres la libertad de conducirse como a bien lo tengan y protestar contra las imposiciones coactivas de los padres. ¿Tienen los padres (y los ciudadanos en general) derecho para hacer de su autoridad y de sus personas el uso que tengan por conveniente, aun cuando sea malo? En ese caso deben tenerlo también los hijos, que no son de naturaleza distinta que aquéllos. ¿No lo tienen los hijos, y para impedir que hagan mal empleo de sus facultades está precisamente la autoridad paterna? Pues tampoco deben tenerlo los padres, y de evitar o corregir los abusos de su autoridad como tales, tiene que encargarse la autoridad pública. El dilema es éste: o reconocer a todo el mundo libertad omnímoda, incluso para el mal, o no reconocérsela sino para el bien; y en este último caso, parece forzoso admitir la intervención de la autoridad coactiva, que obligue a conducirse racional y derechamente a quien por sí propio no lo hace, sea cual sea la causa de ello: ignorancia, cortedad de alcances, vicios, mala inclinación, etc.

Ahora, no puede desconocerse que muchos padres, efecto de uno de esos cálculos torpemente egoístas de que hemos hablado más atrás (§§ 28, 30 y sigs.), prefieren, v. g., el resultado inmediato del escasísimo salario de su hijo impúber , al resultado algo más lejano, y por eso menos apreciable para el hombre imprevisor, de la educación espiritual y física de tal hijo. Los hay también que no se cuidan de ésta, por simple abandono, o por tener que distraer el tiempo y sus fuerzas en otra cosa. ¿Cómo no encontrar justificada, en semejantes casos, la enseñanza obligatoria, si aquellos a quienes conviene educarse, o que sus pupilos se eduquen, no saben apreciar los beneficios que tal educación les aporta, o piensan que esos beneficios son tan escasos que pueden muy bien posponerse a otros de mayor importancia a sus ojos? ¿Ni cómo podrá desinteresarse el Estado oficial de la materia relativa a enseñanza y educación en aquellas agrupaciones políticas, como España, donde la preocupación única de los estudiantes de enseñanza secundaria, superior y profesional, y la de casi todos los padres, tutores y allegados de los mismos, consiste no más en que en la adquisición rápida del título, no importándoles nada apenas, o nada en absoluto, la formación sólida de la personalidad intelectual y moral? El diploma representa entonces una falsedad, y tras de ella es tras de la que las gentes corren afanosas. ¿No va en esto envuelto un arduo problema de interés general, ante el cual las leyes y las autoridades no pueden cruzarse de brazos, si han de responder a la misión tutelar que les sirve de fundamento? Y para ejercerla lo más atinadamente posible, ¿no han de pedir sus inspiraciones, los poderes públicos, también aquí, a los técnicos?

35. Otros asuntos. –Acudiendo a los criterios que dejamos sentados, es como únicamente puede defenderse la intervención legal en diferentes círculos, que no hace mucho han comenzado a ser objeto de ella, y de otros que podrán serlo mañana. A ese número pertenecen los siguientes:

1º La reclusión, educación y colocación forzosa de niños abandonados o peligrosos, en establecimientos ad hoc (cuyo número va aumentando por todas partes), o en familias abonadas, principalmente de campesinos; el tratamiento forzoso de niños, de jóvenes o de adultos delincuentes, en reformatorios, casas de corrección forzosa, etc.; el sometimiento de los vagos y mendigos de profesión al trabajo obligatorio; y otras medidas legales análogas. En un principio, donde quiera que se han adoptado estas medidas, han sido objeto de repugnancia y de protesta en nombre de la libertad individual, o de los derechos de los padres; pero conforme el tiempo pasa y se notan las ventajas de aquellas disposiciones, va cediendo la resistencia contra las mismas y se van considerando como elementos sociales quizá indispensables. Así, las leyes sobre educación forzosa y protección de la infancia abandonada o maltratada, sobre la condena condicional y otras, las cuales fueron recibidas con desconfianza u hostilidad en aquellos países donde se promulgaron (Francia, Austria, Bélgica, Alemania, Inglaterra, Holanda, Noruega, Portugal…) , son ya hoy bien aceptadas por gran número de personas, después de haberse convencido, por experiencia, de los buenos resultados que producen. Con todo, falta aún bastante camino que andar para que la idea de tales beneficios se arraigue en la conciencia de todos los individuos; por eso, únicamente los más avisados de éstos, son los que se prestan y entregan de buen grado sus cuotas para el cumplimiento de los indicados fines .

2º La cuestión obrera. Muchas de las medidas que en los Estados modernos se van tomando por medio de leyes, a fin de ir resolviendo esta cuestión, repugnan actualmente a los patronos, y con frecuencia aun a los mismos obreros, por ser, dicen, atentatorias a la libertad individual, a la libertad del trabajo y a la libertad de contratación: tales como la fijación por el Estado de un mínimo de salario, la determinación de la jornada máxima y el cómputo y pago especial de las horas extraordinarias, nocturnas o dominicales, de trabajo; la prohibición, en ciertas condiciones, y la regulación en otras, del empleo de las mujeres y de los niños: la higiene de las fábricas y talleres; la inspección gubernativa del trabajo y del cumplimiento de las leyes obreras; la imposición del arbitraje obligatorio para resolver las diferencias entre trabajadores y patronos; la regulación legal de las huelgas; el seguro obligatorio contra los accidentes del trabajo, contra la invalidez y la vejez; la regulación de los sindicatos o asociaciones, tanto de obreros como de patronos, etcétera, etc. Pero con el tiempo, ambas partes irán persuadiéndose, por los resultados (como ya sucede en algunos países con respecto a los altos salarios y a la reducción de las horas de trabajo), de que con esas medidas salen todos ellos gananciosos, y su libertad queda mejor garantida que antes lo estaba. Los sindicatos de obreros, las sociedades de resistencia, las cámaras del trabajo, mediante las cuales asociaciones pueden los trabajadores defenderse mejor que aislados contra los abusos y prepotencias de los patronos, haciendo que los contratos de trabajo celebrados con éstos sean colectivos en vez de individuales, son cosas que tienen que comenzar por ser obligatorias e impuestas, hasta que los obreros mismos se convenzan de los beneficios que les reportan y se asocien voluntariamente, buscando ellos mismos su interés .

Como ejemplo típico en este orden, es de recordar lo sucedido con el Trade-Unionism en Inglaterra. La asociación obrera en este país fue recibida en un principio con una marcadísima hostilidad; las Trade-Unions fueron muy perseguidas, creyéndose ver en ellas un elemento peligrosísimo, que iba a conmover el orden social desde sus cimientos; a la hora presente, por el contrario, esas sociedades de trabajadores, tan poderosas, son consideradas como uno de los sostenes más firmes, como una de las mayores garantías de estabilidad y prosperidad sociales.

3º El problema penal. En este particular, se anuncian cambios de mucha trascendencia. Pero es preciso que el Estado intervenga, pues aquí, como en otras cosas, si se deja encomendada la mejora a la simple iniciativa privada y a la cooperación altruista, los buenos resultados que de tal mejora han de provenir llegarán, sin duda, al cabo del tiempo, pero llegarán más tarde de la otra manera. El tratamiento racional de la delincuencia habrá de tomarlo a su cargo el Estado, antes de que los individuos o las asociaciones privadas lo practiquen libre y espontáneamente. Las reformas penales, como toda reforma social, viene siendo predicadas y requeridas por algunos pocos individuos, por aquellos que han convertido su reflexión a este orden determinado y han visto los defectos que tiene y los males que produciría la continuación del status quo; si los poderes públicos no se resuelven a plantearlas y las dejan encomendadas a la acción de los particulares, éstos tardarán mucho tiempo en convencerse de la bondad de tales reformas, por lo mismo que la generalidad de ellos no piensa siquiera en el asunto y se hallan muy cómodamente entregados a la inercia mental; por lo tanto, la opinión pública habrá de pronunciarse muy tarde en favor de las mismas, y los beneficios que ellas habrían de resultar se obtendrán mucho después que si un gobernante avisado y animoso las hace suyas y trabaja sin temor ni descanso hasta ponerlas en práctica. A los inferiores, hay que hacerles el bien, aun por la fuerza y contra su voluntad. No es otro el sentido en que Roeder y los correccionalistas que han seguido sus huellas hablaron y continúan hablando del «derecho» que el delincuente tiene a la pena, es decir, a la forma particular de protección que necesita, por causa de su estado. Tampoco puede justificarse de otra manera la sumisión a tutela de los débiles por motivos de edad, de incapacidad, de atraso, de miseria física y moral, etc.


CAPÍTULO SÉPTIMO



DE ALGUNOS PROBLEMAS TOCANTES A LA TUTELA DEL ESTADO


36. ¿Es la ley opuesta a la libertad? –Por lo dicho, podrá comprenderse que el Estado oficial, o, lo que es lo mismo, los poderes públicos y sus órganos, la autoridad y las leyes, los tribunales, la fuerza pública, la coacción, en suma, tienen a nuestros ojos un aspecto aceptable, que los hace por tiempo necesarios. En el aspecto tutelar, su papel de intermediarios , para hacer que los individuos realicen en beneficio común, y, por tanto en el suyo propio, lo que les conviene realizar, y ellos se realizan por impulso espontáneo. Si se les quiere considerar como rémoras de la libertad, tiene que ser concebida ésta como una libertad arbitraria, sin vínculo moral ni material alguno, libertad voluntariosa, que se mueve sin motivo, y la cual no sería propia sino de los hombres aquellos que se encontraran en el estado de naturaleza (in puris naturalibus) imaginado por los defensores del pacto; o más bien quizá, del hombre que obrara en todo caso porque si y sin otra razón. En cambio, las ligaduras que impone la coacción legal y autoritaria, sobre todo cuando obedecen a propósitos tutelares, dan origen a una libertad, sólo encadenada por las solicitaciones del deber, o sea por las exigencias de la cooperación y la solidaridad sociales, y a la que cuadra muy bien el calificativo de racional. Esa libertad es la que corresponde al animal político, de Aristóteles, al que denominan muchos ser sociable por excelencia: pues las trabas que la convivencia impone no son al cabo otra cosa más que la urdimbre que tejemos todos al cambiar recíprocamente nuestros servicios, urdimbre que constituye el elemento indispensable de nuestra vida como tales hombres, el arsenal de donde tomamos lo que nos hace falta para seguir viviendo y desarrollar nuestras energías, y que por consiguiente, desempeña con relación a nosotros un papel análogo al que desempeña el agua con respecto a los animales que no pueden respirar fuera de ella. No da libertad a un pez, sino que se la quita, aquel que lo saca del agua; tampoco le quita libertad al hombre, sino que se la concede a se la aumenta, aquel que le mantiene en un ambiente social de unión y ayuda, abundante en medios que pueden utilizar para sus fines racionales. Muchos pensadores de todos los tiempos, mirando el problema de este modo, han reconocido que el hombre es más libre sometiéndose a la ley, que sustrayéndose a su yugo.

37. Cómo pasan las cosas en las sociedades pequeñas. –Para que se comprenda mejor nuestro pensamiento acerca del asunto que tratamos, conviene que hagamos una comparación; mediante ella se simplificará el problema que viene ocupándonos.

Fijémonos en aquéllas agrupaciones sociales constituidas por un número muy reducido de individuos. Claro es que éstos perciben con escaso esfuerzo mental las relaciones que entre todos ellos existe, siéndoles, por lo mismo, muy fácil advertir que el interés de cada uno, lejos de hallarse en oposición con el de los otros, dependen precisamente de él, y que el bienestar propio no es, a la postre, sino un puro efecto del bienestar de todos. Así, por ejemplo, en la familia actual, como son tan pocos los individuos que la forman, la solidaridad y la cooperación entre los mismos son productos, es decirlo así, espontáneos; y aunque no hubiese leyes que macaran las obligaciones reciprocas de marido y mujer, padres e hijos, tales obligaciones no dejarían de cumplirse en la mayoría de los casos , porque los individuos del grupo familiar están persuadidos de que el cumplirlas es cosa que a todos conviene . Si no hubiera leyes que se cuidaran de imponer por la fuerza de la cohesión familiar, no por eso la sociedad doméstica se disolvería, porque el mismo interés de los asociados se encargara de obrar como fuerza centrípeta . Igualmente si la autoridad familiar faltase, la vida doméstica apenas sufriría quebranto; como diariamente estamos viendo que sucede cuando, muerto el jefe de una familia, los demás componentes de ella siguen unidos, ayudándose mutuamente y cooperando al mismo fin, sin que nadie los dirija, con una dirección común, que es el resultado de la intervención directa de todos .

Lo que se dice de la familia puede también decirse de otras pequeñas sociedades; por ejemplo, de las compañías mercantiles formadas por cuatro o seis socios: también en éstas, el mayor y más seguro acicate para la cooperación de todos sus miembros es el interés común; en ellas no se conocen apenas antagonismos; la ganancia de todos es la fuente de la ganancia de cada uno, y el director o gerente, ni es del todo necesario, ni está vedado serlo a todos y cada uno de los socios, ni el que desempeña el cargo lo hace sino en representación de todos, designado por todos, como servidor y tutor de todos y para beneficio de todos.

38. En las sociedades mayores. –Pero, en las sociedades compuestas de gran número de individuos, acontecen las cosas de otro modo. Realmente, la diferencia entre estas sociedades y las pequeñas no debería ser más que de grado, y, sin embargo, se establece una diferencia de naturaleza. Es un hecho que, mientras en una familia dominan el afecto, el amor, la confianza mutuos, y ellos son los que sirven de base y criterio para todas las relaciones de que se nutre la vida familiar, en la sociedad en grande, en las relaciones generales entre hombre y hombre, campean, por el contrario, no en absoluto, pero si con mucha extensión, la prepotencia, el recelo y el regateo. Allí se procura cubrir todas las necesidades, radiquen en quien radiquen y sea quien quiera el que posea los medios para satisfacerlas; aquí, ordinariamente, se tiende a recibir del prójimo la mayor suma posible de beneficios, y a darle, en cambio, lo menos posible: se procura hacer en su provecho lo estrictamente necesario, aquello a que rigurosamente se haya hecho acreedor por sus merecimientos. Semejante concepción está muy extendida, y no sólo entre las personas de poca cultura y pensamiento, sino aun entre los filósofos de reputación universal; como Spencer, por ejemplo. El cual somete a distinto principio la moral de la familia y la del Estado. El de la primera debe ser tratar a cada uno según lo necesite; principio, que podríamos decir, de la solidaridad, de amor al prójimo, del altruismo; el de la segunda, tratar a cada uno según lo que cada uno merezca: principio de la competencia, de la lucha, de la retribución egoísta. Para este autor -que recoge, conforme se ha dicho, la opinión corriente-, en la familia ha lugar a hacer el bien del prójimo, no ya tan sólo por pura benevolencia y humanidad, sacrificando algo de lo propio en provecho ajeno, sino un poco también por verdadera justicia, en interés y provecho de la comunidad; mientras que el Estado, únicamente se debe procurar que cada cual ejercite libremente sus actividades y reciba los buenos o malos resultados de su obrar (imputabilidad personal). Podríamos decir que, en la familia, el derecho tiene algún contenido ético, positivo; al paso que en el Estado es simplemente una fuerza externa; negativa y mecánica .

Para explicarnos el fenómeno, consideremos lo siguiente. Como en las sociedades cuyo radio es bastante extenso, cual acontece con el Estado nacional, hay ya un número crecidísimo de elementos, los cuales se enlazan y entrecruzan por modos muy varios, resulta en ellas la vida sumamente compleja; y no alcanzando el hombre a explicarse tal complejidad, ni menos aún a prever los efectos próximos o remotos de la misma, obra como si no hubiera más mundo del que abarca son su mirada miope, se figura que toda concesión a lo desconocido en una merma en sus intereses, no ve el bien que podría redundarle de sacrificar éstos en alguna parte, y no reconoce más norma de conducta que su ciego egoísmo. Su ganancia está, para él, en razón directa de la pérdida de los demás. Estos son otros tantos enemigos, a los que debe explotar implacablemente .

Ahora, aquí es donde la ley y la autoridad desempeñan una de sus principales funciones, la principal acaso. Sea cualquiera el motivo que las inspire, y aun cuando se trate de motivos egoístas, lo cierto es que, mediante ellas, se van trabando poco a poco lazos entre los que antes se miraban como enemigos, borrándose las barreras que separaban a pueblos de pueblos, a clases de clases, a naciones de naciones, y ensanchándose cada día más el círculo de la conciencia de la solidaridad y la cooperación. Ni los patricios dieron la ley Canuleya por amor a los plebeyos; ni Caracalla hizo ciudadanos a todos los hombres libres de su Imperio por razones humanitarias; ni la unidad nacional española (siglo XV), la unidad alemana y la italiana (siglo XIX) se han conseguido sino por la guerra y la prepotencia; ni las naciones modernas van resolviendo cada día más por medios pacíficos sus diferencias, sino en vista de los prejuicios que a ellas mismas les originan la guerra y las relaciones violentas; ni los móviles a que obedecen sus leyes obreras, v. g., que en la mayoría de los países cultos de están publicando, son móviles desinteresados, según afirman a veces aquellos que las dictan. Pero la verdad es que todo ello ha contribuido y contribuye, ateleológicamente, podría decirse, a estrechar más y más las relaciones entre los pueblos y entre los individuos, y a que tanto unos como otros se vayan persuadiendo de que en las grandes sociedades puede y debe suceder lo mismo que en las pequeñas, lo mismo que sucede en la familia, o sea que todos los intereses se hermanen, y que no pueda pensarse en el bienestar propio, sin que salga al paso el bienestar ajeno como condición indispensable de aquél. Los hombres somos todos hermanos, según se dice, y la humanidad constituye, por lo tanto, una gran familia. ¿Por qué, pues, no ha de ser una misma nuestra conducta en la familia grande y en la pequeña?

Estamos aún, seguramente, muy lejos de este ideal, pero hacia él vamos caminando; y la misma fuerza que echó por tierra la prohibición del matrimonio entre patricios y plebeyos, o entre visigodos e hispano-romanos, y que destruyó las adunas y las barreras interregionales e interprovinciales, haciendo internas relaciones que primero eran externas, esa misma fuerza unirá, queriéndolo o sin quererlo, en un mismo interés, a muchos que hoy se miran con ojos hostiles, y acabará con los barreras y las aduanas internacionales, haciendo que los que hoy son extraños (extranjeros) sean mañana miembros de nuestra misma familia, cuya prosperidad veremos ligada forzosamente a nuestra misma prosperidad, y a quienes trataremos con el afecto y el cariño con que se tratan ahora los miembros que componen cada agrupación doméstica.

¿No debemos mirar como una preparación de semejante estado futuro, esa poderosa corriente que se nota en las naciones modernas, especialmente en las de la misma procedencia étnica, hacia la federación, no ya sólo política, sino de todas clases (por ejemplo, entre España, Portugal y los países hispano-americanos), y la multiplicación de las uniones internacionales, de legislación, de correos, monetarias, aduaneras, para la protección de los trabajadores, y demás? Y las conferencias internacionales para fines diversos, los múltiples convenios de la misma índole, especialmente los de arbitraje, más frecuentes de día en día como medio de resolver pacífica, amistosa y, por decirlo así, fraternamente, las desavenencias entre unos y otros Estados, ¿conducirán a otro fin que el referido antes?

39. La tutela del Estado, transitoria. –Realmente, con las instituciones cuya función y valor social venimos estudiando, sucede lo que con muchísimas otras, y acaso pudiéramos decir que lo mismo que con la generalidad de las cosas. Consideradas en sí, no son ni buenas ni malas; son lo uno o lo otro, según los resultados que den; es decir, según el uso que de ellas hagamos. Como se ha visto, los que dan las leyes y ejercen la autoridad pueden formarlas y ejercerla en su exclusivo beneficio, y pueden de igual modo emplearlas para provecho común, con fines tutelares. La intervención tutelar es lícita, o más bien, ella constituye el único fundamento de legitimidad y justificación del Estado oficial. En tanto podremos defender la existencia de este último, en cuanto se limite a ser lo que Romagnosi dijo y luego han repetido no pocos escritores: una gran tutela y una gran educación.

Pero toda tutela, y por consiguiente la del Estado, aparte del abuso con que se puede practicar, envuelve el peligro de perpetuarse cuando ya no hace falta. En tal caso, se convierte en una «supervivencia», es decir, en un órgano sin función, y por lo tanto en una institución perjudicial, verdaderamente parasitaria. En lo social, como en lo puramente biológico, se advierte a menudo la existencia de partes orgánicas que, habiendo desempeñado un papel importante, lo pierden con el tiempo; sin embargo de lo cual, ellas continúan subsistiendo, ya por la vis inertiae, ya obedeciendo al instinto de conservación, ya por otros motivos. Esas porciones no prestan ya contribución alguna a la vida del ser, pero siguen manteniéndose dentro del mismo y consumiendo fuerzas que las demás producen. Así sucede en ocasiones con las autoridades.

La tutela de éstas, lo mismo que otra tutela cualquiera, es un bien y realza una función útil; pero sólo en cuanto y hasta donde sea necesaria. Todas las tutelas perpetuas que en la historia han existido (tutela perpetua de las mujeres, de los esclavos, de los siervos, de las personas sociales, consideradas como menores por su propia naturaleza, de las colonias…), han ido desapareciendo gradualmente y acabarán por desaparecer del todo. ¿No deberá ocurrir otro tanto con la del Estado oficial? O ¿acaso ésta disfrutará de una naturaleza singularísima y privativa bajo el respecto que estudiamos? Lo probable es que no. Lo probable es que las gentes vayan aplicando a la tutela política iguales razonamientos que, por lo regular, aplican ya hoy a las demás formas de tutela, y que piensen con Tolstoy que «si ha habido una época en la cual el bajo nivel de la moralidad y la inclinación de los hombres en general a usar de la violencia unos contra otros, hicieran ventajosa la existencia de un poder que pusiera límites a aquella violencia individual… tal estado de cosas no puede ser duradero; pues a medida que los hombre van abandonando su propensión a servirse de la violencia, y más se dulcifican las costumbres, y más degeneran los gobiernos a causa de la carencia de trabas en su obrar, menos valor va teniendo el poder político» .

Tanto como en la intervención oportuna para la dirección social, pueden y deben distinguirse el legislador y el político en retirarse a tiempo, dejando a la sociedad que se gobierne sola cuan sea ya capaz para ello. El verdadero hombre de estado es el que se conduce como un tutor de pueblos: el que, por consiguiente, adelantándose a su época, sabe imprimir a la sociedad de que forman parte, un movimiento que por sí misma no habría ella producido, y despertar sus dormidas energías, aunque al efecto necesite obrar autoritariamente y hasta dictatorialmente. Pero, a la vez, ese mismo hombre de Estado, tan luego como haya dado el empuje, ha de tener prudencia y tacto para esconderse y desaparecer, en lugar de empeñarse en seguir ejercitando una función para la que ya no es llamado y que otros desempeñarán mejor que él. Ninguna otra forma de tutela tiene tampoco razón de ser cuando ya no le es necesaria al pupilo; convertido éste mayor de edad, con su personalidad plenamente desarrollada, el auxilio del tutor se hace inútil, y por lo tanto, tiene que cesar .

40. Como impedir los abusos de los poderes. –Hemos de hacernos cargo también de un problema que nos sale al paso, inevitablemente, y del cual no suelen tratar, a lo menos de un modo directo, los escritores de filosofía jurídica y política.

Los formularemos del siguiente modo: Siendo la función de las autoridades y las leyes encauzar coactivamente, si es preciso, la conducta de los hombres por vías racionales, engendrar en los mismos hábitos de bien obrar y oponerse a todo cuanto signifique abuso, prepotencia, egoísmo, ¿qué hacer cuando los que ejerciten estos últimos sean los propios poderes autoritarios y soberanos? En una organización legal, cualquiera que ella sea, encontraremos resortes externos, de los cuales echar mano para constreñir a los de «abajo», a los individuos que forman la masa, a que cumplan con determinados deberes por la misma ley establecidos. Hasta cierto punto, podemos extender la observación a las autoridades jerárquicamente inferiores, que tienen sobre sí, para meterlas en cintura y exigirles responsabilidad, en caso necesario, a las autoridades superiores. Mas ¿qué decir respecto de éstas? Si son ellas las que dan la ley y obligan a cumplirla, ¿quién las vigilará para que no hagan de semejantes atribuciones sino el uso debido? ¿Quién será el protutor de estos tutores?
El asunto tiene, a mi juicio, varias soluciones, aunque no todas del mismo valor, y quizá ninguna enteramente satisfactoria. La primera de ellas es la que ha originado el constitucionalismo moderno, y consiste en someter a regulación legal todas, absolutamente, las actividades del Estado, y en organizar un sistema de intervenciones y fiscalizaciones, donde ningún órgano oficial que libre de su correspondiente vigilancia. Respondiendo a tal propósito, se ha ido haciendo cada vez más tupida la urdimbre de contrapesos legales que constituyen el Estado oficial sometido a la ley, es decir lo que llaman los alemanes el Rechtsstaat; y ello ha obligado, no sólo a desintegrar las varias funciones políticas, encomendándoselas a diversas personas, sino también a hacer que la esfera de acción de cada una de éstas se halle de antemano determinada legalmente; mas no en una ley cualquiera, sino en una ley que está, digámoslo así, por encima del poder legislativo, en una ley fundamental (Constitución), dada por un poder vago, innominado, que se denomina constituyente. Así resulta una separación entre leyes constitucionales y leyes ordinarias; las últimas elaboradas por el órgano concreto establecido al efecto por la Constitución y con sujeción a la pauta en ésta trazada; las primeras, formadas libre y discretamente por un poder amorfo, que no encuentra más cortapisas a su conducta sino las que él mismo se quiera poner. Con lo que venimos a parar al cabo de un término de la serie, no sujeto a fiscalización alguna. Lo mismo pasa con el Tribunal Supremo, en aquellos países (v. g., los Estados Unidos de Norteamérica) donde este organismo tiene facultades para declaras la constitucionalidad o inconstitucionalidad de una ley: no hay sobre él ningún otro instrumento que lo vigile y que resuelva si hace buen o mal uso de semejantes atribuciones; de la propia manera que tampoco los Tribunales Supremos de justicia de cualquier país tienen sobre ellos otro organismo superior que fiscalice el ejercicio de sus funciones judiciales ordinarias, al cual pueden acudir en queja, apelación, etc., los individuos que se crean perjudicados por las resoluciones de aquéllos. De hecho, lo que en los Estados constitucionales ocurre, es que algunos órganos políticos tienen verdadera omnipotencia, una omnipotencia irresponsable; tales son los ministros, en los países regidas parlamentariamente, y los jefes de Estado, en los de régimen representativo.

Una segunda solución sería la de los poderes personales, análogos a los de la Europa llamada absolutista. Falta aquí, con respecto a ellos, toda clase de garantías externas, toda suerte de vigilancia, coacción y responsabilidad legales. En lo único que se confía es en la rectitud interna de quienes tienen a disposición suya el manubrio de la maquinaria legal, en que esa maquinaria no será puesta en movimiento nunca sino con buenos propósitos y para buenos fines. Mas, inmediatamente acuden al espíritu estas preguntas: si esa confianza podemos tener en los que mandan, ¿qué razón hay para que no tengamos igualmente en los que obedecen? Si con respecto a los primeros es innecesaria toda coacción, ¿no lo es también con respecto a los segundos? ¿Para qué, entonces, el Estado? ¿Son acaso los hombres que disponen del gobierno, de naturaleza diferente que los gobernados? ¿Qué peligros de abuso son mayores, los de arriba o los de abajo? La dificultad que de aquí resulta es quizá invencible para los que sostienen el punto de vista a que nos referimos ahora.

Finalmente, considerando transitoria, según antes (§§ 39) dejamos dicho, la tutela del Estado oficial, al igual que otra tutela cualquiera, lo probable es que la solución más acertada del problema que nos ocupa sea la que poco a poco va abriéndose camino en la vida de los pueblos contemporáneos. Consiste esa solución en reputar la ley y la coacción autoritaria como tutores y correctivos de la masa y de la opinión colectiva, y a su vez esta opinión colectiva, pública, como correctivo y tutor de la autoridad y la ley. Tan luego como los órganos de estas últimas quedan convertidos en funcionarios, en servidores y representantes de la colectividad, en cuyo nombre y cuyo provecho obran, no debiendo perseguir jamás su exclusivo y particular interés; tan pronto como ellos mismos, por una parte, y la masa social, por otra, se convenzan de que en tanto tienen razón de existencia los dichos órganos en cuanto buscan algún fin de utilidad general, ni la opinión pública les consentirá conducirse arbitraria y autoritariamente, ni tampoco ellos se atreverán a propasarse y cometer abuso, perfectamente convencidos de su irresponsabilidad: como podían y solían hacerlo las autoridades que encontraban su razón de existencia en sí mismas. Una vez que las leyes todas y todos mandato de cualquiera poder (reales decretos, reales órdenes, circulares, reglamentos, acuerdos de las corporaciones populares, etc.) se promulgaron ad referéndum, según pasa ya, v. g., en Suiza con bastantes leyes, y según quiere que acontezca con todas el Sr. Costa ; y una vez, sobre todo, que las prescripciones legales, las sentencias y otros proveídos de los tribunales de justicia, las órdenes de toda autoridad, pueden ser discutidas y combatidas, en nombre de la razón o de la convivencia, por todo el mundo, por los hombres de ciencia, por los periódicos, en las asambleas y reuniones públicas… es muy probable que los «arriba» vayan atreviéndose cada vez menos a inspirarse en sus caprichos, en el nepotismo o en análogos móviles, y a tener siempre en cuanta el procomún. El abuso no desaparecerá enteramente, como no desaparecerá tampoco con otro sistema que se proponga, sea el que sea; pero quizá se redujese al mínimo posible. De todas maneras, mientras el Estado oficial subsista, quizá no haya medio ninguno más eficaz para mantenerse en los límites de una racional y mesurada prudencia, que el de la publicidad y la posible discusión libérrima de todos sus actos.






CAPÍTULO OCTAVO



MORAL Y DERECHO


41. Vida jurídica extralegal. –Constituida una situación legal, cualquiera que ella sea, aun la más acomodada a las necesidades presentes del agregado colectivo a que se refiere, y por consiguiente, la más conforme a la justicia del momento (única posible), no por eso tal situación ha de ser considerada invariable, como es uso, sino antes bien transitoria y efímera. Por previsor que el legislador haya sido, por penetrante que tenga la mirada para leer en el porvenir, imaginándose el curso probable de los acontecimientos y regulándolos por anticipado, su previsión se encierra dentro de muy cortos horizontes. De la infinita e infinitamente complicada serie de resultados que pueden originar los factores sociales que en un instante concreto existen, el legislador, aun el de mayor inteligencia y cultura, no es capaz de representarse sino una parte mínima, ni puede, por lo tanto, dar prescripciones sino para ésta. Todo el resto lo deja entregado, forzosamente, a la discreción de los individuos. Las legislaciones más detalladas y casuísticas abarcan solamente algunos actos, muy pocos, de los que en la sociedad se realizan. Es verdad que, a menudo, se ha prohibido que la vida social se produjese de otro modo que como las leyes lo tienen ordenado, y aun ha habido legisladores tan presumido (Justiniano, Napoleón), que han prohibido interpretar y comentar las leyes dados por ellos, juzgando que las mismas eran fórmulas de absoluta evidencia y claridad y representaban el summum de la sabiduría y la justicia; pero la verdad es que semejantes prohibiciones fueron ineficaces, y que, a pesar de ellas, se siguió, como no podía menos, originando relaciones no comprendidas por la ley e interpretándose ésta.

Los individuos entablen, unos con otros, muchos vínculos que la ley no protege y que no tiene más regla ni más garantía que la buena voluntad de aquellos que lo originan, o bien la coerción, en cierto modo inconciente y casi mecánica, del hábito, o la fuerza poderosa de la limitación y el ejemplo, o la represión de la opinión pública, o el aliciente del propio interés, más o menos inmediato, o el temor a acometidas y venganzas provenientes de otros individuos, etc. Pero, además de estos lazos, que se establecen consuetudinariamente entre los asociados con los mismos elementos que ya existen al formarse la ley, se engendran otros, producidos por elementos del todo nuevos y que el legislador no tuvo ni pudo tener a la vista cuando dio sus prescripciones. Tampoco a estas manifestaciones de la vida alcanza, claro es, la ley, y no hay más remedio que buscar en otra parte protección pata ellas.

De donde resulta que siempre, al lado del ambiente social producido por las leyes, comienza a nacer, por inevitable necesidad de las cosas, otro ambiente social extralegal, consuetudinario, donde impera el arbitrio discrecional de los individuos; ambiente que va poco a poco adquiriendo consistencia y extensión a expensas del primero. Las leyes, al menos las actuales, son preceptos fijos, inflexibles, cristalizados, algo así como una armadura fundida para servir a un cuerpo conocido; y la sociedad, para la cual son dadas, es un organismo vivo, en perenne movimiento. De tal suerte, se hace inevitable el que entre los dos términos, donde debería haber siempre una adecuación perfecta, se inicie, no bien se ha dado la ley, un desequilibrio, que va marcándose cada vez más, y que puede llegar a hacerse, con el tiempo, tan pronunciado, que origine una lucha violenta, cuyos resultados son, según quién predomine, una dictadura absolutista , o una revolución anárquica, atomística y desenfrenada, o alguna situación intermedia, de las muchas que entre ambos extremos puedan darse .

42. Dualidad de esferas. –En vista de lo anterior, podemos decir que existen dos diferentes esferas donde cada individuo ejercita su actividad. Una esfera, de extensión indefinida, dentro de la que el hombre puede realizar todos los actos que estime conveniente, y en donde puede desplegar sus energías sin más cortapisas que las que le imponga su discreción, su libre voluntad, el miedo a las acometidas de los coasociados, o el empleo que a su vez hagan éstos efectivamente de la fuerza: es la esfera que suele llamarse de la moral, de la conveniencia, del derecho natural, de los deberes imperfectos, donde no interviene la coacción por parte del Estado oficial. Y otra esfera, en que existen ciertas formas de coacción exterior, que impiden al individuo practicar algunas acciones y le obligan a ejecutar otras: esfera del derecho propiamente tal, del derecho legislado y coactivo, de los deberes perfectos.

Estas dos esferas coexisten en todos los momentos y formas de la vida social, tan pronto como ha sido promulgada alguna ley; si bien predomina más la una o la otra según el grado de desarrollo de la sociedad. Entre ellas no existe realmente distinción alguna de esencia: con sólo que ciertas relaciones, antes no garantidas por el poder público, comiencen a estarlo, pasan del campo de la moral y del derecho natural al del derecho positivo; con sólo que otras, antes protegidas por la coacción del poder, queden entregadas a merced del individuo y a la sanción única de la conciencia, de la opinión pública, de la costumbre, pierden el carácter de jurídico-positivas, de legalmente obligatorias, para convertirse en morales, en jurídico-naturales, en legalmente potestativas .
Ni lo moral ni lo jurídico son órdenes extraños a la realidad de aquí abajo, superiores a lo terrestre, normas absolutas de la vida humana, formuladas por poderes extranaturales e invisibles, que gobiernan el mundo sin pertenecer a él; no son, por el contrario, otra cosa sino la realidad y la vida mismas. La totalidad de condiciones y elementos reales que constituyen un ambiente social dado, forman el orden que se dice «moral», cuando por la poca fuerza con que se imponen al sujeto inteligente (coacción), éste juzga que su cumplimiento y respeto no son absolutamente necesarios, aunque si convenientes, para la vida, y por lo mismo, entiende que tal respeto y cumplimiento son potestativos en él, realizando una obra meritorio (de misericordia, de beneficencia, de caridad, puramente gratuita), si los practica, pero sin que se le pueda hacer objeto de sanción legal alguna, ni compelérsele justamente por la fuerza a su efectuación. Por eso se suele decir que la moral no tiene más juez que la conciencia (individual y social). Y aquellas mismas condiciones reales constituyen el orden «jurídico», cuando la presión que ejercen sobre los individuos es de índole tal, que éstos no pueden menos de respetarlas y de someterse por completo a ellas, bien porque el propio sujeto reconozca la interna virtualidad de semejantes condiciones y vea lo conveniente (adecuado, justo) que es para todos, incluso para él, secundarlas y respetarlas, caso en el cual cumplirá sus deberes por propio impulso y someterá su voluntad espontáneamente a orden y bienestar generales; bien porque alguna fuerza externa, v. g., la ley, el poder público, la opinión pública, el temor a la sanción religiosa, le obliguen a prestar acatamiento a lo que él no se lo prestaría de buen grado.

43. Compenetración recíproca de las mismas. –Claro está, según esto, que los círculos con que se representan la moral y el derecho, lejos de tener, como se cree usualmente, contornos fijos e invariables, y de estar separados por una línea divisoria bien marcada, se hallan en una relación tan íntima, penetrando mutuamente la una en la otra, en un flujo y reflujo incesantes, que bien se puede decir que forman una misma cosa. Esto se ve, sobre todo, cuan se fija la atención en algunas relaciones que, sin haber llegado a tener en favor una garantía legal ni judicial, no se hallan enteramente desprovistas de sanción ni de carácter obligatorio: tal acontece v. g., con aquellas cuyo incumplimiento no da motivo al ejercicio de una acción ante los tribunales, pero las cuales son reclamadas con tal fuerza por la costumbre, por la opinión pública, por el sentimiento religioso y moral, que en la mayoría de los casos se las respeta y cumple por temor a la sanción que viene de estas fuentes.

¿De qué clase son dichas relaciones: morales o jurídicas? ¿No participan de una doble naturaleza? ¿No puede decirse que teniendo todavía un pie en el campo de la moral, de lo potestativo, del consejo, se están escapando ya de él, para entrar de lleno en el terreno de las garantías legales, de lo obligatorio, del precepto? Y esto, que al presente ocurre con un sinnúmero de relaciones, ¿no ha ocurrido en el tiempo con todas las que hoy son francamente jurídicas, y ocurrirá mañana con otras que se vayan originando?

La vida social hay que representársela, por consiguiente, como ella es, es un devenir incesante, en un verdadero proceso, a través del cual, una misma relación, sometida primero al vaivén de la lucha brutal y de la prepotencia, llega poco a poco a hacerse su sitio en el ambiente, a cavarse su lecho, como si dijéramos, a connaturalizarse de tal modo con los individuos que viven en el referido ambiente, que éstos no saben ya pasarse sin ella: y primero por la fuerza de la sanción religioso, o de la opinión pública, o de las costumbres, o de las represalias que traería consigo la ruptura de convenciones privadas, o de otro modo, y después por la fuerza propiamente legal y autoritaria, exigen, dichos individuos, que todo el mundo respete la tal relación y obre sin quebrantarla, violentarla ni desconocerla. ¿Quién será capaz de decir cuándo la relación que nos ocupa ha dejado de estar sometida al puro dominio de la fuerza, para entrar en el de la moral, y cuándo ha pasado desde éste al del derecho? ¿No sería más acertado decir que fuerza, moral y derecho son sustancialmente la misma cosa, y que entre ellas no hay más que diferencia de grado, dependiendo, a su vez, éste de la particular situación que ocupa el agente de la relación?

44. Relatividad de ambas. –Adviértase ahora que tanto el derecho como la moral considerados en sí, objetivamente, que suele decirse, tienen sus raíces en el medio social, o, para hablar más propiamente, son este mismo medio considerado desde ciertos puntos de vista; por lo que todos los cambios que el medio experimente se proyectan en otros tantos cambios morales y jurídicos. Pero el ambiente, según ya hemos indicado (§§ 6 y 7), está modificándose a la continua y sufriendo alteraciones; luego lo moral y lo jurídico las experimentan igualmente. No hay, ni puede, ni debe haber dos pueblos, ni dos regiones, ni siquiera dos momentos de la vida de un pueblo o de una región, que tengan el mismo, exactamente el mismo derecho y la misma moral, porque no hay dos regiones ni dos pueblos cuyas condiciones de existencia, cuyos ambientes sean iguales en su totalidad, aun cuando pueden serlo en muchas cosas, y además, pueden irse haciendo semejantes poco a poco. Lo que es justo y moral para unos, en un momento, en un país determinado, es injusto e inmoral para otros, en otro momento y en diferente país, sin que nadie pueda arrogarse el monopolio de ser él, su pueblo, su raza o su tiempo, los que saben interpretar lo moral y lo justo en su objetividad.

A mi juicio, de la propia manera que no es posible decir que el color o la belleza tengan objetividad real, independientemente de nosotros, sino que consisten no más en modificaciones que el sujeto experimenta cuando ocurren determinados elementos, y que cuando todos éstos o algunos faltan o se cambian, la percepción no existe o existe alterada, así no puede tampoco decirse que la moral y la justicia tengan para el hombre existencia independiente del sujeto que las contempla y realiza; y por consecuencia, nadie podrá abrigar la pretensión de ser él el único que, habiendo sorprendido los secretos de la justicia y la moral absolutas, puede obrar conforme a las exigencias de éstas. Posible es que tal absolutividad exista; posible es que en la mente del Gran Ser, del Ser absoluto, se vea con tan grande claridad el engranaje entre todas las partes del Universo, entre los diferentes seres que lo forman, lo han formado y lo formarán en los varios instantes, que sólo se dé una sola manera de justicia o, lo que es lo mismo, una sola forma de conducta acomodada a las exigencias objetivas del orden.

Pero nos hallamos en otro caso. Desconocemos cuáles sean estas exigencias, y lo único que podemos hacer es presumirlas, representárnoslas, cada cual lo mejor que sepa. De aquí la diversidad de criterios y apreciaciones acerca de la bondad y justicia de unos mismos actos. Llamamos nosotros justas, buenas y morales las acciones, cuando se encaminan (se adecuan, se ajustan) a la consecución de ciertos fines que nosotros mismos consideremos convenientes y útiles, ora esta conveniencia y utilidad se presente a los ojos del sujeto que obra, en el cual caso la justicia brota de su propia conciencia, de su convicción, y se practica voluntariamente; ora sean individuos extraños a él los que aprecien la conveniencia dicha, y entonces la justicia es impuesta, exterior al que realiza, mecánica, forzada, coactiva, en suma. Justo y moral absolutamente, objetivamente, desde el punto de vista humano, habría de ser aquello que favoreciese todas las aspiraciones, que apagase todos los deseos. Mas esto es por completo imposible, porque las pretensiones y las conveniencias de los hombres son muy varias y a menudo encontradas.

45. Explicación del criterio contrario. –Ocurre, no obstante, que en el perpetuo cambiar de las condiciones constitutivas del ambiente, algunas de ellas aparecen y desaparecen con una rapidez vertiginosa, mientras que otras perduran bastante. Todas sufren alteración, sólo que el tiempo necesario para llevarla a cabo, es en unas mucho mayor que en otras; como el período necesario para verificar su evolución biológica es de duración muy varia en los diferentes individuos del reino vegetal o del animal. Hay plantas y animales que recorren todo el ciclo de su evolución en pocos días, o en pocas horas, y aun en minutos, en tanto que otros necesitan para recorrerlo muchos años, y aun varios siglos; y, sin embargo, tan transitorios y caducos son los segundos como los primeros. Hay, del propio modo, instituciones que parecen inalterables con relación a otras que vemos nacer y morir ante nuestros mismos ojos; pero si se las considera a través de los siglos, advierte uno igualmente su aparición y su fin. Precisamente estas instituciones son las que la filosofía jurídica abstracta, por prescindir de la historia, ha considerado como fundadas en el derecho natural, a diferencia de aquellas otras que, por vivir de poco tiempo, o por haber asistido a su génesis, llamaba de puro derecho positivo; pero precisamente también los estudios de derecho comparado, de jurisprudencia etnológica y de historia del derecho, vienen demostrando que tan de derecho positivo (esto es, tan hijas de las necesidades del ambiente, no caídas de las nubes) y tan perecederas son las primeras como las segundas.

46. Flexibilidad de las leyes. Tendencia a lograrla. –Para que las leyes fueran enteramente justas, como se pretende, es decir, para que respondieran en todo caso a las exigencias y condiciones sociales, sería preciso que su flexibilidad fuera tanta, se estuvieran plegando a cada paso a los cambios que esas condiciones y exigencias sufren; o, lo que es lo mismo, sería preciso que se diera una ley para cada hecho: lo que supone tanto como negar la ley misma, con todos los caracteres de generalidad, igualdad, etc., que se consideran hoy inherentes a ella. Tal es el motivo por el cual existe a la hora presente una corriente poderosa de opinión contra la rigidez legal, y por eso se vienen proponiendo medios de acabar con esta rigidez y de hacer posible las constantes modificaciones legislativas.

47. Crítica de una opinión. –Hay muchos pensadores, para quienes la forma más perfecta de la evolución jurídica se halla representada por el derecho legislado, positivo, por el derecho que tiene la garantía del poder público, y cuyo cumplimiento puede exigirse coactivamente. Estos tales, rechazan la concepción de una justicia inmutable y eterna, y consideran el derecho como un producto natural, que se va elaborando en el seno de la sociedad misma, conforme lo reclaman sus necesidades. En algún tiempo, dicen, el derecho ha sido costumbre, sentencias del patriarca, jurisprudencia, etc.; hoy no existe derecho, sino en la ley dada por los órganos del poder, y mientras el legislador no las recoja y les dé su sanción, las costumbres elaboradas por el pueblo, la jurisprudencia sentada por los tribunales apartándose del precepto legal o modificándolo, y la doctrina que los autores expongan en sus escritos, no constituyen derecho. Por el contrario, cuando tales costumbres, jurisprudencia y doctrinal han recibido la sanción legal, la evolución de la norma jurídica está determinada .
Pero los autores a que nos referimos no advierten una cosa: y es que lo que ellos reputan como la manifestación última, definitiva y la más excelsa de la evolución jurídica, no pasa de ser la forma actual de la misma, originadas por las concepciones reinantes desde la segunda mitad del siglo XVIII hasta la segunda mitad del siglo XIX, y aun podríamos decir que hasta ahora mismo, y tan transitoria y preparatoria de formas ulteriores como las demás. Olvidan que, al discurrir como lo hacen, elevan el rango de únicas racionales las instituciones que hoy existen; y que vienen, por consiguiente, a construir un nuevo derecho natural tan insostenible como el de la escuela abstracta, del cual desean apartarse. Encastillados en la idea de que no es justo sino lo legal, les es imposible lógicamente pedir la reforma de las leyes en nombre de la justicia, de que éstas se hallan apartadas, ni concebir la vida social en otras condiciones que las contempladas y garantizadas por el poder público.

Mas, si bien se mira, habrá que reconocer que la coacción externa, o sea la protección legal de las relaciones sociales, no es sino un momento, uno de tantos, de la evolución del derecho, una fase preparatoria de fases ulteriores. Como el agricultor y el ganadero no privan de su libertad a la planta y al animal, sino en tanto que éstos se resisten a seguir espontáneamente el camino que aquéllos les indican, dándoles suelta después que ya han logrado subyugarlos y domesticarlos, pues a partir de este momento, la esclavitud forzosa es perjudicial para todos; como el cirujano inteligente corta las ligaduras y deja que los órganos del cuerpo se desarrollen con libertad, luego que tales ligaduras han conseguido consolidar la unión entre partes que se hallaban indebidamente disgregadas; como el tutor no desempeña una función perpetua, sino temporal, y debe ir reduciendo cada vez más su intervención en la vida del pupilo, hasta retirarla toda cuando éste sea capaz de dirigirse por sí mismo; –de la propia manera, el legislador avisado, cuyo papel es muy semejante al del domesticador, del ortopédico, del educador y del tutor, no debe aspirar más que a establecer entre los individuos, por medio de la ley y de la coacción, vínculos de solidaridad, que ellos mismos, los individuos, no establecerían de su propia voluntad. Pero luego que lo haya conseguido, luego que la cooperación social esté asegurada por el hábito, por el interés particular visto en el interés colectivo, por la convicción de los mismos asociados, el legislador (y quien dice el legislador dice toda clase de de poderes y de autoridades) debe retirarse de aquella esfera y pasar a otras, dejando obrar en ella a los individuos: pues, de no hacerlo así, se convierte en rémora y estorbo para la vida social .

48. Discusiones ociosas. –Por no haberse atenido y atenerse a este criterio evolutivo, creyendo que la misión de la ley, de las autoridades y del Estado oficial en general, es una misión permanente, esencial, invariable, es por lo que tanto y tan sin provecho se han venido disputando, y aun se disputa, acerca de los fines del Estado y del grado de intervención que a éste le corresponde en el desempeño de las funciones sociales, y porque las discusiones entre individualistas y socialistas, entre libertarios y autoritarios, entre defensores de la centralización y de la descentralización, han sido tan largas y a veces tan vivas. Cada escuela o partido adoptaba un punto de vista relativo e histórico, erigiéndolo en absoluto; y así, todos tenían razón en parte, y en parte se equivocaban. Ni anduvieron más acertados los que pretendían distinguir dos clases de fines en el Estado, unos permanentes y otros transitorios, históricos o tutelares; pues el Estado, o, mejor dicho, el poder público, no tiene más misión que la tutelar, y, por lo tanto, todos sus fines son históricos. La prueba está en que nadie ha podido fijar la línea divisoria entre una y otra clase de fines, ni los tratadistas han logrado ponerse de acuerdo, sino, si acaso, para sentar la afirmación de que el cumplimiento del derecho, o la administración de justicia, corresponde indudablemente al Estado; afirmación que, por lo vaga e indeterminada, deja las cosas tan intactas como si no se hiciera.

Decir que el cumplimiento del derecho es el fin indiscutible del Estado, no es decir nada; pues como derecho es todo (el derecho son las cosas, todas las cosas en determinada disposición respecto de los hombres), todo lo podrá y lo deberá hacer el Estado, sin que haya motivo para negarle la intervención en determinadas relaciones y concedérsela en otras. Derecho son, por ejemplo, la instrucción, la beneficencia, la higiene, el bienestar económico, el comercio, las industrias, etcétera, etc.; y, sin embargo, se dice que el desempeño de estos fines, o no corresponde nunca al Estado, por ser fines sociales, que, por tanto, debe la sociedad desempeñar directamente, o sólo le corresponde en cierta forma, o sólo de un modo transitorio, hasta tanto que la sociedad se encuentre en disposición de cumplirlos por sí. Se rechaza, v. g., como intromisión abusiva y socialista, que restringe indebidamente la libertad individual, y, por tanto, como contraria al derecho e impropia de la función del Estado, la reglamentación por éste de la industria, de la higiene de las fábricas, del salario de los obreros, de la enseñanza… y se acepta como natural, adecuada a derecho, propia de los fines que el Estado corresponden por su naturaleza, la reglamentación por parte del mismo de todo lo relativo a la constitución familia y a la prosperidad del individuo, es decir, de los más íntimo de éste, de toda una amplia esfera que, por referirse más directamente que otras al individuo, constituye lo que se llama, con mayor o menor exactitud, derecho PRIVADO.

La intervención del Estado (del poder público) en esta esfera ¿no es una intervención puramente histórica, tan histórica y circunstancial como su intervención en el contrato de trabajo; sólo que por llevar la primera mucho tiempo de existencia y habérnosla encontrado ya como tradicional, la consideramos indivisible del Estado, mientras que juzgamos transitoria, abusiva o injusta la segunda, porque estamos asistiendo a sus comienzos y no se nos presenta rodeada del prestigio y veneración que tienen las instituciones antiguas y ya de largo tiempo arraigadas?



CAPÍTULO NOVENO



MALES Y PELIGROS


49. La autoridad como un derecho de quien la ejerce y con finalidad en sí misma. –Varios males engendra el desconocimiento del carácter transitorio e histórico de la función que la ley y las autoridades desempeñan, y el consiguiente hecho de que una y otra no dejen a tiempo el campo libre a la actividad individual. Por de pronto, haciéndose sistemáticamente perdurables, se erigen en instituciones a se, con existencia propia; y, tanto los que se hallan al frente de las mismas, los diversos órganos del poder, como la masa social, llegan a considerar que la autoridad es por su propia naturaleza superior a los súbditos, y la ley una norma esencialmente justa, a la que deben amoldar sus actos, de grado o por fuerza, cuantos se hallan sometidos a su imperio. Por eso, los mandatos del poder, cualquiera que sea la persona que lo ejerza, son indiscutibles y deben ser ciegamente obedecidos. Por eso, el poder mismo se juzga como una institución sobrehumana, no engendrada en el seno de la sociedad, en vista de necesidades sociales y para satisfacerlas, sino al contrario, caída de las nubes, a manera de un don gratuito hecho a la persona que lo posee, la cual lo posee con perfecto derecho, como cosa propia, en su beneficio, y puede hacer de él el uso que le parezca conveniente. Por eso mismo, también se pide respeto y veneración para las autoridades, por lo que representan, no por lo que ellas en sí valgan o porque sean respetables; es más: aun cuando sean indignas y aun cuando se sepa de un modo positivo que han obrado contra toda razón y justicia. La muletilla «respeto al principio de autoridad», es una de las más usadas.

No en otra consideración se funda la tradicional sumisión a la autoridad de la cosa juzgada, la indiscutibilidad de las sentencias de los tribunales, la irresponsabilidad e inviolabilidad del soberano, la obediencia forzosa y servil a las prescripciones del mismo, a las órdenes del padre, del maestro, del sacerdote, sea cual sea el contenido de tales órdenes y prescripciones. De poco sirve que algunas veces se haya dicho que las leyes y los mandatos injustos de las autoridades no deben ser obedecidos, y que hasta se haya llegado a afirmar el derecho de resistencia pasiva, el de insurrección y aun de tiranicidio; esto no ha pasado de ser protestas aisladas de espíritus independientes, cuya inteligencia y sentimientos se rebelaban contra la omnímoda esclavitud de los inferiores frente a los antojos insensatos de los superiores. Mas la casi totalidad de las gentes ha venido y viene considerando como innegable la necesidad de que cuantos ejercen algún poder sean respetados y venerados por el simple hecho de ejercerlo; y es que esta concepción lleva dominando tanto tiempo, que se ha infiltrado ya en nuestra sangre y de ella se nutre un crecidísimo número de nuestras ideas. Sabido es el influjo que han tenido y tienen en la vida, lo mismo en la intelectual que en la práctica, las doctrinas de Aristóteles y, mezcladas con ellas, las de la Iglesia católica y sus doctores; pues bien: tanto el uno (con su distinción esencial de señor y esclavo, de soberano y súbdito, de padre e hijo…) como la otra (con su teoría de la jerarquía y de la separación imborrable entre clérigos y legos, apacentadores y apacentados, depositarios los unos de la verdad y encargados de enseñarla a los otros), profesan la máxima de que la autoridad tiene propio valor por sí misma, no por los fines que cumple; y de que quienes viven sometidos a ella son por naturaleza inferiores y deben conformarse con lo que la autoridad les ordene, sin otra razón que tener en cuanta la procedencia del mandato. Fundándose en ello, los gobernantes desoyen, cuando bien les parece, las reclamaciones de los gobernados y no les prestan atención alguna.

Otras consecuencias nocivas trae consigo esta manera de concebir las leyes. Mencionaremos las principales.

50. Los legistas y su culto a la fórmula legal. –Ante todo, la de que se concentre toda la justicia en los Códigos, que expresan la voluntad del gobernante, y se niegue el carácter de fuente del derecho a todo lo que no sea la ley dada por éste. Con lo que se ha dado origen a una casta de personas, a saber, los abogados, en quienes se considera monopolizado el conocimiento del derecho, por cuanto son ellos los únicos que manejan las leyes. Todo el estudio que generalmente se creen obligados a hacer es el de los códigos y demás disposiciones legales, que es donde reside para ellos la justicia; el estudio de las cosas mismas no les interesa, ni, por consiguiente, el de aquellas disciplinas que se ocupan en el examen y conocimiento de estas últimas. Y así la existencia de la ley es, cuando menos por lo que toca a los juristas, un poderoso obstáculo para la investigación y el cultivo científicos.
Efecto de la misma concepción, es la creencia, tan general, de que las leyes no envejecen, y que, cuando entre ellas y la vida normal y consuetudinaria se note divergencia, la razón está siempre de parte de la ley, y a ella es a la que deben atenerse los funcionarios de toda clase. Por eso es lo corriente que las personas encargadas de administrar justicia (jueces, fiscales, abogados, etc., etc.) reduzcan lo que llaman «cuestiones jurídicas» a discutir cuál de entre varias leyes vigentes, muchas veces contradictorias, es la que debe aplicarse (lo que suele ser un verdadero logogrifo), o cuál es el pensamiento que en ella puso el que la publicó: muy raramente, o nunca, se cuestiona sobre cuáles sean las exigencias efectivas de los individuos o colectividades a quienes se trata de administrar la justicia. La fórmula, la fórmula: esto es lo que hay que respetar y poner a salvo, lo que interesa verdaderamente; las cosas a que la fórmula se refiere, ésas no importan nada, o sólo importan de un modo muy secundario.

Y de tal manera se ha sedimentado, digámoslo así, en el alma de los legistas, la convicción de que, para ellos, no debe haber otra fuente de justicia sino las leyes del Estado a que pertenezcan, que se estima como un atrevimiento inaudito el prescindir de las mismas para atenerse a las exigencias reales, o el darles aplicación diferente de aquella que se infiere de su letra y contexto. Sólo así puede uno explicarse que hayan alcanzado tanta celebridad recientemente las sentencias del juez Magnaud, presidente del Tribunal francés de Château-Thierry; hasta el punto de haber conmovido a todos los círculos de juristas de Francia, y aun de otros países, y sido objeto de discusión en las Cámaras, en los Tribunales, en las revistas, en los periódicos, en las sociedades científicas, en todas partes, y, como consecuencia de ello haber dado origen a varias proposiciones y tentativas encaminadas a reformar cierta parte del derecho legislado vigente.

¡Cuánto hemos descendido, por lo que a este punto se refiere, desde los griegos para acá, si es verdad lo que nos dice un griego de nuestros días! «Ninguna boca helénica hubiera pronunciado el adagio latino: Dura lex, sed lex; al contrario, el gran poeta Sófocles pinta muy bien la concepción del derecho de sus conciudadanos cuando dice en Antigona, que la ley publicada por el rey Creón, a quien correspondía entonces el poder legislativo, no tiene fuerza obligatoria para los ciudadanos, porque no está conforme con el derecho eterno que han consagrado los dioses. El griego establecía la comparación entre la ley y el derecho eterno (ajqitn dicaion), y no respetaba la ley, sino mientras se hallase en armonía con este ¡derecho eterno! y cuando la misma no se hallase en concordancia con él, la consideraba desprovista de fuerza obligatoria para el ciudadano griego, y el juez no estaba obligado a aplicarla. Por consiguiente, los esfuerzos de las partes ante los tribunales no tendían a otra cosa sino a probar que tenían en favor suyo el derecho eterno, no invocando el texto de las leyes positivas sino a título subsidiario… Los griegos desdeñaron siempre la letra de la ley, para atenerse a su espíritu… Consideraban como criminales abusos de la palabra, no sólo los de los charlatanes de profesión, sino también los de aquellos que oponían la interpretación de la letra de la ley al derecho natural y a la equidad, haciendo todos los esfuerzos posibles por que la primera prevaleciese sobre los segundos. La mala reputación de los sofistas en Atenas (y los sofistas no eran otra cosa que los maestros de la retórica judicial) no era debida exclusivamente al odio del pueblo contra su palabrería, sino, sobre todo, a los esfuerzos de ellos para violentar el derecho natural en beneficio de la interpretación rigurosa de la ley» .

Hasta los romanos, sin embargo de su gran apego a la ley, no perdieron nunca su sentido realista, por virtud del cual, los principales órganos jurídicos del pueblo, con el respeto aparente a la prescripción legal, introducían en ella el contenido que mejor cuadrase a las necesidades efectivas de cada caso. Algo análogo ha hecho en diferentes órdenes uno de los pueblos modernos, Inglaterra. Su evolución política, en especial, se ha verificado por aquel procedimiento .

51. Sobre el mismo asunto. Juicios de Lilienfeld, Ferrero y Ihering. –Es tan poderoso y tan evidente este culto de la fórmula entre los consagrados a la administración de justicia, que todo el mundo puede advertirlo con facilidad, a poco que se fije. Hoy, como en los tiempos que nosotros nos complacemos en llamar primitivos, y de los que tan distantes son juzgados en cultura y adelantamiento de todas clases, prestamos un acatamiento grandísimo a los símbolos, yéndonos tras de éstos y prescindiendo de lo simbolizado. Pero en cosa alguna tienen, quizá, los símbolos tanto poder, si se exceptúa la esfera religiosa, como en el orden llamado jurídico, que es le orden legal. Aquí, los ritos, las solemnidades de todas clases, los formularios, desempeñan un papel principalísimo. Tal es el influjo de la forma en lo jurídico, que algún sociólogo la considera como lo verdaderamente característico de esta esfera. «¿Cuál es el sello específico que imprime carácter de diversidad a toda la esfera jurídica?», se pregunta Lilienfeld; y contesta: «El principio morfológico, que domina en la naturaleza entera, tanto inorgánica como viviente; es decir, la forma. Un derecho que no sea formal, que no se apoye sobre una forma, por fugas que ella sea, puede tener un valor ético, estético o religioso, pero deja de ser derecho. He aquí por qué el derecho se encuentra a veces en oposición con la moral y aún con la religión. La mayor parte de los mártires cristianos han sido inmolados por virtud de decisiones estrictamente legales de los tribunales romanos. Lo propio ocurre con los sectarios juzgados según el derecho canónico».

La oposición entre lo justo legal y lo justo real (oposición que se traduce multitud de veces en los veredictos del jurado, como hemos dicho, en esos veredictos que los hombres del foro no comprenden y de los que tanto se escandalizan) la ha puesto bien en claro Guillermo Ferrero, en su libro I simboli in rapporto alla storia e alla filosofia del diritto, alla psicologia e alla sociologia , demostrando que la «letra de la ley, que no debería ser sino un signo aproximativo de la justicia, se convierte en la justicia misma, esto es, en un símbolo místico». Me parece oportuno reproducir sus principales afirmaciones, con las que estoy conforme:

«La mayor parte -dice- de las ideas jurídicas consagradas en nuestros códigos, y el modo con que son aplicadas, en una palabra, casi toda la justicia, no es más que un gigantesco símbolo místico, no es sino el efecto de una dolorosa confusión del signo con la cosa; confusión que es la fuente de infinitos males, y, sobre todo, de este mal, el peor de todos: tener una justicia, que causa quizá más daños que beneficios…».

«… Un poco porque la ley misma prohíbe una interpretación demasiado amplia, pero especialmente por la tendencia humana, ya de por sí demasiado poderosa, y ayudada en este caso por las leyes, al reducir al mínimo el número de las asociaciones mentales necesarias para un trabajo determinado, la interpretación que prevalece es la interpretación literal, en perjuicio de toda consideración de justicia. Las disposiciones legales, que como hemos dicho, no deberían ser sino el signo aproximativo e imperfecto de la voluntad del legislador, cuyas huellas debieran servir de guía al juez para que éste, con sus propias fuerzas, llegara a encontrar la justicia, se convierten en la justicia misma: y el aplicarlas, sin más, se estima como el deber del magistrado. Para juzgar con justicia, debería éste dar curso libre, en todos los casos que se le presentan, a su natural sentimiento de justicia, o sea a aquella asociación de ideas y sentimientos cuya complejidad hemos visto, poco hace, cuánta sea: debería confrontar los consejos de su conciencia con las aplicaciones usuales y más frecuentes del principio general de la ley, investigar las razones del desacuerdo y, penetrando en el espíritu del principio, asociando la idea de los casos más frecuentes en vista de los cuales la ley fue dada, con el caso presente y las diferencias que ofrezca, modificar la aplicación de aquélla con arreglo al propio sentimiento de justicia. Todo este trabajo es harto fatigoso, complicado y, por añadidura, diverso para cada caso especial: mucho más sencillo es aplicar las disposiciones generales, sacando de ellas sus consecuencias lógicas, sin otras consideraciones ni asociaciones concomitantes de ideas o de sentimientos; pues, en tal caso, no hay más sino seguir una cadena más o menos larga de razonamientos. Por poco que la mente continúe en este ejercicio, se produce rápidamente la suspensión ideoemotiva; el pensamiento se habitúa a considerar tan sólo las puras relaciones entre el caso especial y el principio general, para encontrar el modo de aplicar éste sin que se formen las asociaciones colaterales de las demás ideas; el sentimiento elevado y complejo de la justicia se reduce a un sentimiento de satisfacción por la aplicación lógica, entera y completa del principio general, cuando esta aplicación pueda hacerse… Con este sistema, las sentencias más injustas son al mismo tiempo las más jurídicas…»

«De este estado de cosas se aprovechan los abogados y los intrigantes para poner cuestiones que, en toda otra clase de personas que no sean los magistrados, provocarían indignación o risa, ¡tan absurdos son!; pero que los magistrados discuten seriamente, y a veces hasta sancionan; de tal manera, por efecto de los hábitos mentales contraídos en su largo ejercicio, han perdido el sentimiento de lo justo y de lo injusto».

«Los juristas -dice también Ihering - se forjan una segunda naturaleza, y eligen por norma no observar en las relaciones substanciales más que su aspecto puramente jurídico… La doctrina pierde por eso su fondo viviente y se aísla de su correlación con el mundo real, en el que halla el fundamento y las condiciones de vitalidad, y por lo tanto, su inteligencia y justificación. Así, pues, no es extraño que muchas instituciones legales tomen el aspecto de caricaturas y parezcan, al que las examina imparcialmente, una mezcolanza de cosas incomprensibles» .

52. Cómo se eluden las leyes. Ejemplos. –Uno de los grandes males que las leyes pueden producir, y a menudo producen, es el de comprimir y ahogar la libertad de los ciudadanos, de tal modo, que hacen el imposible todo movimiento normal del sujeto. Y esto, en ocasiones, por querer favorecer a los individuos mismos a quienes perjudican: pues que son tantas las trabas que por precaución les ponen, que se parecen al higienista que dificultara, en fuerza de prohibiciones, toda suerte de actividad de su cliente y le obligase a permanecer inmóvil por temor a que pudiera tener algún accidente o tropiezo. «Allí donde los recelos del legislador pueden más que los instintos de libertad de los pueblos, las leyes, más que leyes, son trabas que, en vez de fomentar la vida, embarazan sus movimientos y entorpecen su normal desenvolvimiento». En casos tales, los pueblos suelen encontrar medios, expedientes o subterfugios para eludir las leyes desacertadas u opresoras. El Sr. Costa ofrece ejemplos de ello, en su hermoso libro sobre El derecho jurídico. Uno es el siguiente: «Desde el siglo XV, la falta de libertad civil en Castilla dio a las renuncias (de leyes) tal latitud, que llegaron a constituir una cuestión moral. La personalidad humana, estrechada, ahogada en una red de beneficios y defensas que le privaban todo movimiento, por miedo de que se lastimase, se vengaba, desautorizando las leyes y poniendo por encima de ellas su voluntad. Así como, para evitar la desmembración y la disolución de las familias, discurrió, a espaldas de la ley, un recurso que resultó abusivo y perjudicial, el mayorazgo, así para recabar la libertad natural de contratar, que de mil modos se le negaba a título de tutela, arbitró la costumbre otro recurso, la renuncia que dio margen también a infinitos fraudes y abusos; que es indeclinable consecuencia la perturbación, allí donde se violenta el orden natural de las cosas. La mujer renunciaba el senado-consulto veleyano o los gananciales, el hijo, la porción legítima o los bienes reservables; el menor, el beneficio de la restitución in integrum; el deudor, la excepción non numeratae pecuniae; el comprador la rescisión por lesión enorme; el arrendatario, el caso de esterilidad; el donante, la renovación de donación; el fiador el derecho a beneficio de excusión; el socio, la comunidad; el litigante, la apelación… Todo era confusión y desbarajuste, que utilizaban los malvados para medrar a costa de los ignorantes. Acudía el legislador al mal, prohibiendo tales o cuales renuncias, y los particulares burlaban el precepto, renunciando la ley prohibitiva de las renuncias; había verdadero furor de renunciar, y la costumbre era más poderosa que el legislador».

«Atentos a extirpar tan grave dolencia y acabar de una vez con los infinitos daños que las renuncias irrogaban a los súbditos en sus bienes temporales y en sus almas, extremaron la prohibición (1480); mas no por esto se dio por vencido el derecho individual, y a trueque de reivindicar su desconocida soberanía, atropellaba por el abuso y no reparaba en medios, y discurrió el confirmar y sancionar el acto de la renuncia por medio del juramento, con lo cual lo ponían fuera de la acción de la potestad civil, y la obligaban de este modo indirecto a ampararlo, por ser el juramento cosa espiritual, e inducir pecado su inobservancia».

«Nacieron de aquí desórdenes y fraude sin cuento en daño de menores y viudas; quedaron sin eficacia hasta las leyes que protegían a las personas incapaces en derecho; los remedios contra los engaños en los contratos, las provincias dictadas para amparar a huérfanos, imbéciles y mujeres, las prohibiciones de alterar el orden legal por actos privados: todo quedaba reducido a nulidad en presencia del juramento. Los contratos nulos y reprobados por derecho, los validaba el juramento, cuando había intervenido en ellos; hacía mayor al menor de edad, para los efectos de la contratación; obraba los mismos efectos que la renuncia de beneficios y de leyes que se oponían al contrato, y era más eficaz que ella; transformaba su dispositiva la parte llamada ejecutiva y formularia de los instrumentos; hacía cesar los efectos de la patria potestad, legitimando los actos entre padre e hijo; daba valor de expreso a lo omitido; suplía la falta de consentimiento especial, cuando sólo se había prestado en general y éste no bastaba; hacía indivisible lo que por su naturaleza no lo era; valía en lugar de constitución de hipoteca expresa; cuando el acto era nulo en la forma revestía, lo hacía valer en el mejor modo que pudiese, etc.».

«Sobre esto, levantaban los letrados montañas de sutileza y distingos, y llenaban el aire con el clamor de sus intérpretes, y revolvían los tribunales, y oscurecían y ahogaban la franca justicia entre nubes de incertidumbres y de dudas acerca de la validez del juramento. Para quitar a éste su fuerza, se discurrió su relajación por la autoridad eclesiástica, quien los concedía por rótulo ordinario, con una facilidad que pasma, haciendo de ello fuente de ingresos; con lo cual se abrió nueva y más ancha puerta a los abusos de los particulares, que eludían sus obligaciones con la misma facilidad con que antes habían eludido las leyes, y a las disputas de los intérpretes, que edificaron sobre esto toda una literatura. Para prevenir los efectos de este nuevo recurso, se añadió en los contratos una nueva cláusula a la del juramento, en que se prometía no pedir su relajación, ni usar de ella, aunque motu proprio les fuese concedida, cuya promesa iba confirmada por otro juramento condicional, de futuro; y a este tenor toda una cadena artificiosa de juramentos y cautelas, que a la postre no garantizaban cosa alguna, porque el ingenio de los doctores hallaba salida para todo».

«Puestos en el camino de las renuncias, se generalizó el abuso de renunciar, no ya el fuero y el domicilio, sino ¡hasta la condición de la persona! Reinaba la más espantosa ANARQUÍA; se sucedían unos a otros los perjurios; la legislación entera estaba puesta en litigio: eran las represalias que tomaba el Estado individual, ofendido en su derecho».

«Nuevamente acudieron al mal los Reyes Católicos; pero como lo atacaron en sus efectos, y no en su raíz, que era lo obligado, no lograron el fin que se habían propuesto. Declararon que sería nula toda obligación en que interviniese juramento, y que se multaría e inhabilitaría al escribano que diese testimonio de ella. Lo que procedía era desatar de toda traba las leyes de derecho voluntario que consentían la libertad, a fin de dar mayor firmeza y autoridad a las demás respecto de las cuales no cabía tolerar arbitrio. La ley no se cumplió; llovieron contra ella representaciones pidiendo la abolición de aquella prerrogativa; y así hubieron de acordarlo, publicando dos años después otra que la derogaba casi en todas sus partes, pues sobre reconocer la facultad de usar el juramento en compromisos, ventas, donaciones y cualesquiera enajenaciones perpetuas, las concedían también en aquellos contratos que, siendo nulos por derecho, podían validarse mediante el juramento; hasta que, por último, no acallándose las quejas, a pretexto de la libertad de la Iglesia, hubieron de revocar del todo la ley (1502)».

«Otra vez la pusieron en vigor, en vista de los perjurios, fraudes, engaños y simulaciones que en los contratos solían someterse al amparo del juramento. Pero no se cortaron con esto las dudas y los distingos, ni las inmoralidades y fraudes: aun consignadas en las escrituras, se dudaba de su validez; se distinguía en los documentos, arbitrariamente, una parte dispositiva, puesta por orden de las partes, y otra ejecutiva y formularia, puesta por la rutina de los escribanos, y que, hallándose comprendidas en ésta las renuncias, no obligaban a las partes…».

«Ciego ha de estar quien no vea, en tan reñida lucha, otra cosa que un capricho de la historia o un accidente pasajero y sin importancia, y no uno de tantos caminos y recursos que arbitra la costumbre para restituir al derecho su soberanía, cuando se ve ahogada por legislaciones opresoras en fuerza de querer ser tutelares, y obra en el espíritu de la colectividad fuerza bastante para rechazar en el hecho sus tiránicas imposiciones» .
53. El «beneficio» del art. 90 del Código penal español. –Otro ejemplo de los perjuicios que causa el excesivo afán tutelar de las leyes.

Afirmada la personalidad del individuo frente a la del Estado nacional, merced al movimiento individualista de la Revolución francesa y de las doctrinas que la prepararon, los legisladores de todos los pueblos han venido desde entonces mostrándose muy celosos de la referida personalidad, y, para garantizarla contra los posibles abusos del poder público y de sus órganos, no se han cansado de promulgar un sinnúmero de leyes de todas clases (constitucionales, civiles, administrativas, penales, de procedimientos, electorales; reales decretos, reales órdenes, etc., etc.), que muchas veces han redundado en prejuicio de aquellos mismos a quienes se proponían favorecer .

En el orden penal, v. g., se ha llevado este prurito legislativo hasta el extremo, determinando taxativamente en los códigos, no sólo las acciones que pueden ser castigadas y las penas que podrán usarse, sino también el grado de éstas, la forma de ejecutarse, etc., que la función de los jueces se ha convertido en puramente mecánica y hasta poco seria; y muchas veces se ven obligados a obrar contra lo que les parece racional y justo, por dar cumplimiento a una disposición legal que, establecida con el propósito de favorecer a los individuos, resulta a la postre que viene a perjudicarles. Tal ocurre con diferentes artículos de nuestro Código penal, y singularmente con el ya célebre artículo 90.

Este artículo dice «que cuando un solo hecho constituya dos o más delitos, o el uno sea medio necesario de cometer el otro, sólo se aplicara la pena correspondiente al delito más grave, aplicándola en su grado máximo». Es, pues, un beneficio que el legislador quiere otorgar, como la prueba el empleo del adverbio sólo. Al que ejecuta un acto que constituye dos delitos, la ley le hace el favor de imponerle solamente una pena: la del más grave, en su grado máximo. Puesto esto, tan sencillamente expresado y que el legislador considera un favor singular, es, en la mayoría de los casos, tan perjudicial y tan injusto, que apenas se concibe como hayan podido pasar veinticuatro años sin que tal disposición, obligatoria para los tribunales y origen de verdaderas aberraciones, se haya modificado. Excepto en los delitos a que la ley señala penas iguales o de aproximada duración, en los demás el perjuicio para el culpable en tan grande como irritante. El que, cuestionando de noche con un sereno, acomete a éste, y con una navaja le infiere una lesión que necesite quince días de asistencia facultativa, comete dos delitos: uno, el de atentado a un agente de autoridad mediante agresión a mano armada, y otro, el de lesiones menos graves. Si se le impusiera la pena correspondiente a cada uno, tendría, por el primero, cuatro años, dos meses y un día de prisión correccional y multa, y por el otro, dos meses y un día de arresto mayor; pero, teniendo en cuenta el beneficio que otorga el art. 90, sólo se le impondrá una pena, la del más grave, que es el atentado en su grado máximo, y le corresponderá la de seis años, ocho meses y un día de prisión mayor; es decir, que el beneficio consiste en que, por un hecho que merecía dos meses de arresto nada más, se le aumentan dos años de prisión.

«Estos casos se presentan todos los días en los tribunales y se deciden en la forma que queda indicada: pues AUN CUANDO EL CRITERIO SEA ABSURDO, LO IMPONE LA LEY, Y DE ÉL NO PUEDEN PRESCINDIR LOS ENCARGADOS DE APLICARLA… Un hombre adquiere el convencimiento de que su mujer le es infiel; tiene la certidumbre de que su honra está escarnecida por la disipación y liviandad de aquella a quien dio nombre y posición. A solas con ella en su casa, le pide cuenta de sus actos, la amonesta y reprende; mas ella, perdido ya todo freno, contesta de un modo altanero, insulta y provoca a su marido; éste entonces, en el paroxismo de la ira, coge un cuchillo y la mata. La mujer estaba embarazada de cuatro meses. Aquí tenemos dos delitos: uno de parricidio, castigado con cadena perpetua a muerte, y otro de aborto, que, como no había propósito directo de causarlo, se castiga con la prisión correccional en sus grados mínimo y medio; pero ambos se causaron a un tiempo, son productos de un solo acto, y deben, por lo tanto, castigarse, también por un favor especial de la ley, con la pena del más grave, en su grado máximo, que en este caso es la muerte, única, sola y exclusiva que corresponde aplicar… Si a ese desgraciado se le tratara con todo rigor, aun sin computarle motivo alguno de atenuación, se le impondría, por el parricidio, cadena perpetua, y por el aborto, próximamente dos años de prisión correccional, pero tratándole con benignidad, aplicándole ese beneficio del artículo 90, SÓLO se le impone una pena, aunque por terrible ironía resulta la de muerte» .

54. Las leyes, dadas por y para pocos. –Como un mal, y grave, que las leyes producen, debe estimarse el que las mismas son hechas por una minoría de individuos, los cuales, al hacerlas, no piensan sino en sí mismos, tomándose por modelo y no tienen en cuenta que la mayoría de los que han de cumplirlas viven otra vida muy diferente. La generalidad de los ciudadanos de un país, aun de los más adelantados, se hallan todavía en un estado de civilización que bien puede llamarse primitivo: su inteligencia, sus hábitos, sus gustos, sus costumbres son muy otros que los de las clases directoras. Pensar por eso que las leyes que estas clases formulan, acomodándolas a sus ideas e inclinaciones, hayan de ser adecuadas a la situación de aquéllos, es pensar un imposible. Tales leyes, suponen los que las dan que se hallan inspiradas en la justicia; mas para los que tienen que obedecerlas, son perfectamente injustas .

Lo mejor sería que para los funcionarios de la administración de justicia no hubiera leyes forzosamente obligatorias, y que las que se promulgaran, aunque lo fueran con el carácter de facultativas, fuesen precedidas de largas y concienzudas informaciones acerca de la situación efectiva de las diferentes regiones, clases sociales, profesiones, etc., del país, y de las necesidades que cada una de ellas sintiera. Es un procedimiento legislativo que se va practicando, cada vez más en los países civilizados, v. g. en Inglaterra y Bélgica, y probablemente en lo porvenir no será posible dar un paso, en el terreno en que ahora nos ocupamos, sin acudir a él.

55. Más daños. –La creencia de que las leyes viven vida propia, que su función es esencial y que sólo ellas son las depositarias de la justicia, trae consigo, irremediablemente, la cristalización de las mismas; y esa cristalización produce, entre otros males, el de hacer difícil la reforma legislativa e imposible la reapertura y revisión de los procesos, y la rectificación de los fallos que los tribunales hayan dado conformándose con los preceptos legales, aunque se llegue a saber, por averiguaciones posteriores, que semejantes fallos contradicen a la verdad real. Son por eso frecuentes los casos de errores judiciales, reconocidamente tales, y que sin embargo, no pueden ser rectificados. Lo cual nadie podrá negar que es una cosa bien extraña.

¿Qué otra fuente, si no ésta, tiene también la facilidad que se proporciona a los hombres de mala fe, sean simples particulares, sean funcionarios públicos, para cometer fraudes y abusos de toda clase, que no pueden ser objeto de persecución penal por estar cometidos al amparo de las leyes? Abundan, desgraciadamente, los hombres-canallas, según los llama Benedikt; aquellos que saben conducirse de manera tal, que, burlando las leyes, se sirven de ellas como escudos de sus maldades. «El que hizo la ley hizo la trampa», reza un proverbio castellano, y el tramposo legal es un tramposo irresponsable. El mundo está lleno de estos tramposos, que, si quedan impunes, es debido justamente a la existencia de códigos y demás disposiciones legales, sobre todo a las de carácter procesal. «En el mundo de los abogados es casi proverbial esta frase: Todas las causas se ganan con el procedimiento. No importa tener razón o no tenerla, aun desde el punto de vista del derecho literal; para vencer al adversario, basta con sorprenderle cuando, en un momento de distracción, se olvide de observar cualquiera de las muchas formalidades prescritas bajo pena de nulidad. Y de esta suerte, el procedimiento, que debería ser una garantía, es una emboscada» .

Y tanto como lo es. Pero no puede ser menos. La maquinaria llamada administración de justicia la manejan unos funcionarios que han de preceder juxta allegata et probata; que forzosamente han de atenerse a la verdad legal (a lo que «resulte de los autos», suelen decir los legistas), aun cuando se hallen plenamente convencidos de que es contraria a la verdad verdadera; que si advierten un descamino o un error en la intervención de las partes, no pueden subsanarlo ni corregirlo de oficio; que han de mirar los asuntos, no con los ojos de la cara, como hombres razonables, sino a través de los lentes coloreados de la ley. Y esto, lo mismo en lo que respecta al orden civil que en lo concerniente al criminal. Tocante a este último, conviene citar las palabras de un órgano del ministerio fiscal, que, por razón de su cargo, debe estar bien enterado de lo que pasa. Dice lo siguiente: «La burocracia procesal favorece a menudo la criminalidad, aunque inconscientemente, es claro. Una pequeña distracción, que podría ser remediada en seguida, un error de ninguna o escasa importancia, un olvido levísimo, son suficientes para producir un vicio de nulidad. ¿Es, sin duda alguna, Ticio el ladrón, Cayo el autor del homicidio? No importa. Basta aquel olvido insignificante, para que todo el largo proceso, costoso por el Erario, ampliamente discutido, se convierta en humo… Así se explica y se justifica la casa de la «casación» y de la «nulidad», por parte de los delincuentes, los cuales nada pueden perder, y si ganar mucho, en un nuevo debate judicial» .

Y en cuanto a lo civil, citaré un caso que yo mismo he visto. Si doy cuenta de él, es sencillamente por eso; en modo alguno porque lo considere raro, y mucho menos inaudito. Como éste, y mucho peores y más salientes, están ocurriendo con frecuencia, y abogados y jueces podrían contarlos por miles, si no fuera porque no suelen siquiera fijarse en ellos, considerándolos como la cosa más natural del mundo. –Al fallecer el marido de un matrimonio joven, dejó en usufructo vitalicio al cónyuge, la casa donde vivían, cuyo valor máximo es de unas 500 o 600 pesetas. La viuda contrajo segundo matrimonio, el cual ha durado alrededor de cuarenta años. Muerta poco hace la usufructuaria, los herederos de su primer marido estaban en el caso de pedir la posesión y el disfrute de la casa, cuya prioridad ya de antes les correspondía. Pero el marido supérstite se niega a entregarla y a salirse de ella, a no ser por la vía judicial. Los herederos de referencia no tendrían más que acreditar ante el juzgado correspondiente su derecho, para entrar en posesión de lo suyo. Pero aquí está el quid. En el plazo dicho de los cuarenta años han fallecido varias personas de las que tenían derecho a participar de la casa en cuestión, y lo han transmitido a sus hijos, hermanos, etc., según los casos. Mas lo han hecho sin cumplir con formalidades legales, sin testamento ni declaración judicial de herederos, por tratarse de gentes muy pobres. Se hacia preciso ahora subsanar todas las faltas cometidas. Han dado los primeros pasos al efecto; pero, al encontrarse con que tendrían que desembolsar mucho más dinero de lo que la casa vale, y no disponen de ello, se han visto obligados a retroceder, y el marido superviviente de la usufructuaria continúa y continuará dueño de una casa que sabe él y sabe todo el mundo que no es suya. Pero, lo que él dice: las leyes le amparan.

A la sombra de las mismas, pueden también hacer, impunemente, cuanto quieran los órganos oficiales. Y muy a menudo lo hacen; más a menudo quizá que los simples individuos, pues, por un lado, suelen conocerlas mejor que éstos, para manejarlas a su gusto, y por otro, su misma situación de autoridades parece como si les diera un salvoconducto para tratar a las leyes sin respeto alguno. Cuando un ministro, por ejemplo, quiere llegar a un fin determinado, siempre encuentra una disposición legislativa que le sirva de escudo; si hace falta, se interpreta farisaicamente, y asunto concluido. Y de los jueces, magistrados y gobernantes, debe decirse otro tanto. ¡Cuántas, pero cuántas prevaricaciones, cohechos y demás se cometen! Las influencias, cuyo juego en España es tan grande, según es sabido y todo el mundo dice, no significan otra cosa. Y, sin embargo, no se hace efectiva en un solo caso la responsabilidad ministerial, judicial, etcétera, establecida por las leyes mismas. Es ello, en verdad imposible. Ya he dicho por qué en alguna otra ocasión .

56. La ley, fuente de causas y de pleitos. –La superstición legal, tan arraigada, es causa de la multiplicación de las leyes. No bien se siente alguna necesidad nueva o se echa de ver algún vicio, inmediatamente acudimos a los poderes públicos, para que ellos remedien el caso, a fuerza de disposiciones legales. Y de aquí proviene el que de la mayoría de los males sociales que sentimos echemos la culpa a los gobiernos, porque no legislan, o legislan mal. A las leyes cargamos en cuenta todas las desgracias, y en las leyes, no en los hombres, es en lo que confiamos para aliviarlas. Como resultado de ello, ha venido ese mar de disposiciones legales que nos ahoga. Ya en su tiempo se quejaban Cerdán de Tallada (siglo XVI), Sancho de Moncada y Alvarez Osorio (siglo XVII) de la excesiva abundancia de leyes: pues, según el primero, «el derecho civil (esto es, patrio: ius civile de los romanos) estaba repartido en más de catorce mil leyes, con más de otros tantos miles de casos, sucedidos en tiempos pasados y ya decididos». ¿Qué dirían estos escritores si vivieran hoy? Hoy, en cualquiera de los países que se llaman civilizados, es incontable el número de leyes y órdenes de todas clases. Los volúmenes en done se coleccionan muchas de ellas, no todos, forman a estas horas una biblioteca muy copiosa. Alguien ha dicho que los geólogos del porvenir, al estudiar la historia de la tierra, se van a encontrar con una capa a la cual habrán de denominar formación papirácea; y el que esto decía, lo decía por el montón de libros y archivos de leyes con que han de tropezarse .

Y no puede negarse que leges faciunt crimina. Las leyes se dan para que se cumplan, y por eso su cumplimiento procura asegurarse por medio de sanciones penales. Toda ley civil, mercantil, política… viene a concluir, según decía ya Bentham, en una ley penal. El derecho determinador, advierten otros publicistas, supone la existencia de su acompañante inexcusable, el derecho sancionador. Cuantas más leyes, mayores son las ocasiones y los peligros de inflingirlas; cuantas más leyes, más facilidades de delinquir y más tipos legales de delitos. Y como aquéllas están aumentando incesantemente, éstos no pueden menos de aumentar también. Con una particularidad digna de notarse. Mientras la complicada maraña legislativa sirve maravillosamente a los «canallas», para que hagan de las suyas sin el menor riesgo, según hemos dicho poco antes, esa misma complicación estorba los movimientos libres y lícitos de los hombres de bien y convierte a éstos en delincuentes con la mayor facilidad del mundo. Porque es de advertir que, sin embargo de la enorme multitud de leyes que existe, tanta, que, aun consagrando a su estudio una vida entera, no hay nadie capaz de conocerlas todas; sin embargo de esto, decimos, los juristas han inventado una ficción, consistente en suponer que todo el mundo las conoce, y como consecuencia de esa ficción, nadie puede alegar la ignorancia de la ley para librarse de las responsabilidades inherentes a su incumplimiento. «La ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento», dice el art. 2º de nuestro Código civil, formulando un principio que domina poco menos que con indiscutible y general valor en todos los pueblos donde hay leyes. Resultado final: la ley es causa de delitos, por ser una asechanza continua y un estorbo diario a la honradez de los «ciudadanos». «La actividad humana, escribe con razón Setti , se ve rodeada de una infinita cantidad de disposiciones, de suerte tal, que no hay previsión capaz de impedir que un hombre honrado cometa algún delito. Primero, la ley; después, el reglamento, las disposiciones transitorias, las modificaciones a la ley, las modificaciones al reglamento, el real decreto que modifica el reglamento, la real orden que modifica el real decreto… todo esto son otras tantas asechanzas tendidas a la actividad humana…».

A la vez que los delitos y las causas criminales, las leyes multiplican los pleitos. Cerdán de Tallada enumeraba y estudiaba hasta ocho motivos de esta multiplicación, y el terreno de ellos era precisamente el «tener demasiadas leyes». A poco observador que uno sea, se percata de la verdad que esta afirmación envuelve. La mayoría de los litigios no son otra cosa sino enredos curialescos, en donde se busca, no ya poner en claro de qué parte está la razón, la razón natural -lo que rara vez es dudoso, aun para los mismos interesados-, sino a quién favorecen las leyes, a quién asiste la razón legal, y, por lo tanto, hacia qué lado ha de inclinarse la victoria, legalmente hablando. No tiene, pues, nada de exagerado, a mi juicio, el dicho corriente de que «los pleitos los originan los abogados». Es un oficio, y de ello viven, en modo alguno de rendir culto a la justicia, según aseguran multitud de veces. Los mejores abogados son los de mayor habilidad y astucia para sacar victoriosos a sus clientes de los laberintos legales. Sin leyes, no dejaría de haber razonamientos y contiendas entre los hombres; pero ¿pleitos? Suprímanse o redúzcanse considerablemente el número de aquéllas, y a ver si desaparecen, o, cuando menos, disminuyen los litigios judiciales, y con ellos una pérdida muy considerable de fuerza, así intelectual (jueces, escribanos, abogados, etc.), como económica (costas judiciales y otros quebrantos, realmente enormes), que ahora se gasta inútilmente .

57. La ley frente al funcionario y la opinión pública. –Sin necesidad de grandes esfuerzos mentales, podemos comprender cómo la existencia del Estado oficial, provisto de leyes, trae como consecuencia la esclavitud de los encargados de cumplirlas, y en general, de todos sus funcionarios; esclavitud que, según se ha dicho (§§ 50-56), engendra multitud de injusticias reales. En los órganos de la administración de justicia en estricto sentido (pues en realidad de verdad, todos los servidores del Estado son, o, mejor dicho, debieran ser, órganos de esta naturaleza), se advierte con mucha claridad el fenómeno de que hablamos. De tal manera se habitúan a prescindir de su propio juicio y de sus propias convicciones, y a buscar la solución para todos los problemas que se les presenten en la ley, lo que vale tanto como decir en el pensamiento ajeno, que, si no tropiezan con un artículo o disposición exactamente aplicable, o si se les ofrecen dudas respecto del particular, no se toman el trabajo de llenar ellos mismos el vacío, ni de interpretar el precepto legal según motivos racionales, sino que se atienen a lo que el superior, es decir, para este caso, el Tribunal Supremo, el de lo Contencioso, la Dirección de los Registros…, hay hecho o dispuesto en casos anteriores. Y esto equivale -no hay más remedio que decirlo- a una mutilación de la propia personalidad, no solamente como hombres, sino aún como funcionarios.

«Todos los hombres -dice Merlino - profesan, poco más o menos, los mismos principios generales de conducta; pero luego, cada cual somete ésta a principios particulares, a menudo contrarios a los generales. El magistrado se atiene muy particularmente a la ley escrita; y el funcionario público y el militar se atienen pura y simplemente al mandato del superior; el politicante, a las órdenes del jefe y al interés del partido. Ahora bien: acontece que, para obedecer a la ley o al superior, y en general al interés del grupo especial a que pertenecen, el magistrado, el militar, el empleado, el politicante, el comerciante, el profesionista, no tienen más remedio que verificar transacciones con su propia conciencia, lo que se expresa con las siguientes o parecidas frases: «como hombre, deploro lo que pasa, pero como magistrado, cumplo la ley»; «lo mandado es injusto, pero yo tengo que obedecerlo». Esta sumisión de la propia conciencia a un interés particular, o a una moral completamente especial, y llega a convertirse, con el ejercicio, en un hábito, y hasta poco a poco se exagera y se traspasan los límites dentro de los cuales exigía que se contuviera la división del trabajo la letra de la ley prevalece sobre el espíritu de la misma, y el funcionario se considera dependiente y personalmente ligado a la voluntad y a los intereses de los superiores… Los empleados son unos esclavos del reglamento. Acaso éste haya sido hecho en previsión de otros casos, y su aplicación al presente sea contraria a la lógica, al sentido común, a la conciencia moral del individuo. ¿Qué importa? El funcionario dejará a un lado la lógica, el sentido común y la conciencia, para obedecer el reglamento. Las prescripciones puramente formales serán cumplidas con preferencia a las demás. Por ejemplo, en las cárceles, todo el celo de los directores y ayudantes se emplea en la ejecución literal de las disposiciones reglamentarias relativas al vestuario, a las franjas que deben llevar las diferentes clases de penados; aquella otra parte del reglamento que prescribe que el director se ocupe de la vida moral del preso, que lo visite, le dé consejos, le consuele en las desgracias que lo aflijan, lo enseñe y eduque, es letra muerta. Del propio modo, en la instrucción pública y en toda la organización del Estado, la letra mata el espíritu de la ley, la forma se sobrepone a la sustancia, y la minucia oficial comprime y ahoga el interés de la nación. De vez en cuando se encuentra un empleado recalcitrante a la rutina, un hombre de buen sentido que se rebela contra el formalismo burocrático. Pero la presión de los órganos del gobierno vence la resistencia de semejantes funcionarios y de los ciudadanos… Pocos son los que resisten, los que en la disyuntiva de optar por la primera. De donde resulta el singular fenómeno siguiente: que, consultados uno por uno los funcionarios de un gobierno, pueden todos serle contrarios, y, sin embargo, todos ellos cooperan en mantenerlo en pie. Y acontece igualmente que, creyendo cada funcionario del gobierno, y aún cada miembro de la sociedad, cumplir sus deberes, todos ellos cooperan a la comisión de grandes injusticias, y todos son también víctimas de ellas».

Este embotamiento de la conciencia, obra de la ley, no es exclusivo de los funcionarios; alcanza a todos los individuos. Donde los resortes legales son muy poderosos, la fuerza de la opinión pública, o conciencia nacional por otro nombre, apenas se deja sentir. Para que tenga eficacia verdadera, esa eficacia que se juzga elemento esencial de vida en los regímenes democráticos, preciso es que la opinión pública valga más que la ley, o acaso que llegue a proscribir a ésta del todo. Los pensadores que optan por semejante sustitución y la preconizan como una aspiración del porvenir no son pocos .

Para explicarnos cómo las leyes sirven de anestésico a la opinión pública, tengamos en cuenta que, así como el monumentalizar (por medio de estatuas, lápidas, documentos escritos de cualquier clase…) una idea o un recuerdo es -con frecuencia, por lo menos, aunque no siempre- un medio muy a propósito para hacerlos dormir en la conciencia de los individuos, así también el consignar en leyes escritas los derechos, obligaciones, garantías, prerrogativas, contribuye muy poderosamente a apagar en la conciencia colectiva el celo que de otro modo se conserva vivísimo en ella por el mantenimiento y respeto de tales garantías y derechos.




CAPÍTULO DÉCIMO



HACIA UNA NUEVA VIDA


58. De dónde partimos y adónde nos encaminamos. –Tras de la vida social primitiva, sin leyes ni autoridades, en donde apenas se conocía otro móvil del obrar que el egoísmo, ni más formas de sanción que la prepotencia del individuo o del grupo; donde no existían, por consiguiente, sino deberes de los que con Grocio y Tomasio se han llamado imperfectos, vino la situación legal y autoritaria, la época de los deberes perfectos, de la coacción por parte del poder, de la cooperación y el altruismo, impuestos desde afuera.

Mas esta segunda situación no puede tampoco juzgarse perfecta y definitiva. Entre ella, y otra en que el hombre cumpla sus deberes, no por temor a violencias exteriores, sino espontáneamente, por coacción interior, por exigirlo el imperativo categórico, que diría Kant, ninguna duda parece que debe caber sobre la superioridad de esta última. En la cual, los deberes recíprocos entre los hombres son deberes perfectos, jurídicos; sólo que, en vez de tener la garantía para su cumplimiento en la fuerza de que dispone el poder del Estado, tal como hoy lo concebimos (ejército, policía, tribunales), la tiene en la conciencia misma del sujeto, en la persuasión adquirida por éste de que, cumpliendo aquéllos, es decir, sometiendo su conducta a las reclamaciones y exigencias reales, que es lo mismo que decir racionales, conspira conjuntamente al bienestar de los demás y al suyo propio .

Si bien se mira, aún en los Estados actuales, donde parece que todo está reglamentado legalmente y que no hay cabo ninguno suelto, la mayoría de la conducta humana se rige exclusivamente por la voluntad de los individuos. Si éstos, si todos éstos, las autoridades inclusive, necesitaran en todo caso del resorte exterior de la coacción o el miedo a las penas o demás sanciones para obrar, ¿qué sucedería? Y ¿qué sucedería, hasta si en semejante disposición de espíritu se colocaran nada más que los súbditos, la muchedumbre, en el supuesto inadmisible de que los diferentes órganos de los poderes públicos, (ministros, gobernadores, tribunales, policía, ejército, funcionarios y agentes de distintas clases) se encontrasen continuamente dispuestos a obrar bien por impulso espontáneo de su voluntad, por persuasión, bondad nativa, etc.? Suscribo por eso las siguientes palabras de Merlino.

«Aun ahora mismo, la mayor parte de la vida social se compone de obras voluntarias de iniciativa espontánea, obras variadísimas y de diferente importancia, unas pequeñas, otras vastísimas. ¿Qué sería la convivencia social sin estas obras, sin los afectuosos cuidados de los padres, sin los servicios de la amistad, sin los auxilios que los hombres se prestan espontáneamente en innumerables coyunturas? ¿Quién sugerido y sugiere a los individuos tantas obras filantrópicas, tantos descubrimientos útiles, tantas formas de asociación, tantos acuerdos y convenciones libremente pactados y libremente cumplidos, tanta multiplicidad de relaciones y de formas de cooperación, no sólo entre los habitantes del mismo lugar, sino a veces aun entre los habitantes de distantes regiones? Aun cuando el sentimiento y la idea del deber hayan tenido origen en la coacción ejercitada por un individuo o agregado social sobre otros, la verdad es que hoy existen en multitud de casos, independientemente de toda sanción o coacción externa. Muchos deberes de familia y muchos deberes sociales carecen de sanción legal, y, sin embargo, el individuo los cumple no pocas veces sacrificando su propia vida. Las deudas de honor son justamente aquellas que no tienen sanción legal. Y aun en los casos en que existe un contrato, el cumplimiento del mismo obedece en la mayor parte de los casos a sanciones sociales, más que a la sanción legal… ¿En qué se basa, en los Estados modernos, la observancia de los pactos políticos fundamentales, de los principios de libertad individual, de igualdad ante la ley, de respeto a los derechos adquiridos? No, seguramente, en la ley, ni en la fuerza de la policía o del ejército, puesto que éstos dependen del gobierno y no pueden revolverse contra quien les manda. La sanción de las públicas libertades no puede hallarse en otra parte que en la opinión pública. Cuando el pueblo se halla dividido y la opinión pública anda discorde o tiene poca fuerza, el respeto que los gobiernos tributan a aquellos principios es mínimo. No es exacto que la sociedad exista gracias al gobierno y que la justicia se manifieste por medio de la ley. El gobierno es órgano de coacción; la ley es un mandato; y el mandato, sea de individuo a individuos, sea de minoría a mayoría o de mayoría a minoría, o es conforme a la justicia, y en tal caso su fuerza obligatoria viene a estar en el sentimiento de justicia, más bien que en la autoridad de quien manda; o es injusto, y entonces no debe ser obedecido. De donde resulta que, cuanto más perfecta sea la sociedad, menos coerción existirá en ella. En una organización social más perfecta, donde se armonizaran las diferencias de clase y se elevara más de lo que hoy lo está el nivel intelectual del pueblo, la opinión pública sería más ilustrada, compacta y fuerte que ahora, y, por tanto, habría menos necesidad de coacción legal. Lejos de creer que en lo futuro haya de adquirir mayor importancia esta coerción, lo racional es suponer que los vínculos legales vayan siendo sustituidos poco a poco por vínculos contractuales, por pactos inspirados en los principios de justicia universalmente reconocidos» .

59. Labor de las leyes. –El papel que las leyes y autoridades desempeñan, aun sin pretenderlo la mayoría de las veces, consiste cabalmente en preparar el terreno a la referida cooperación voluntaria, y preparárselo por medio de la cooperación forzosa. Gracias a ellas, se va gradualmente convirtiendo lo externo en interno, la enemiga en solidaridad, los vínculos violentos en vínculos de suave y espontáneo concurso. Las instituciones que hoy estimamos como más beneficiosas, como la base de nuestra vida social presente, como inacatables sin cometer horrendos delitos, han tenido muchas veces que irse haciendo un lugar por medio de la fuerza; y antes de que arraigasen, hubieron de ser cuidadosamente protegidas por la ley contra la hostilidad fiera con que muchos las recibieron. La protección legal es un momento indispensable del progreso colectivo .

Ciertamente, las leyes no lo pueden todo, ni pueden cambiar como por ensalmo los elementos y los factores sociales, la acción de los mismos y la dirección y marcha de la sociedad; que es lo que pretendían el liberalismo revolucionario y el antiguo idealismo de los defensores de un derecho natural abstracto. Pero tampoco en su acción nula y por completo ineficaz: como pretendían, en el fondo, los defensores de la escuela histórica del derecho (Savigny, Puchta, etc., victoriosamente combatidos en este punto por Ihering); como lo pretenden hoy en día cuando menos varios partidarios del llamado «materialismo histórico», o determinismo económico, quienes dicen que los acontecimientos sociales están sujetos a una causalidad fija, independiente en absoluto de la voluntad y acción humanas, lo mismo que los fenómenos de la Naturaleza; y como pretenden asimismo los partidarios del individualismo liberal economista, los del laissez faire y de la abstención del Estado, los cuales juzgan que las leyes sociales son tan naturales como las que por antonomasia reciben esta denominación y tan inmutables como ellas, y creen que contra el poder de las mismas -que representa en cierto modo un orden providencial y divino- se estrella todo el poder y todo conato del Estado por variarlas; si es que no llegan más adelante todavía dicen que el Estado y la intervención reflexiva sólo son eficaces para el mal.

La virtud social de las leyes equivale al efecto de la acción humana, reflexiva, sobre el orden de la naturaleza: ni es omnipotente, ni impotente tampoco. Es una de tantos factores sociales, no el único. El curso de la historia no obedece solamente a ella, pero tampoco permanece ajeno a ella del todo. La obra del legislador, semejante a la del ingeniero, el médico, el industrial, el agricultor, el educador… es obra de dirección, no de improvisación, de creación absoluta y ex nihilo; como éstos, no puede crear nada, sino tan sólo transformar, cambiar, aprovechar para sus fines las fuerzas ya existentes. Por eso su primer cuidado, que es obligación ineludible, ha de consistir en estudiar éstas para conocerlas bien, en hacerse cargo de las necesidades sociales y del procedimiento más económico y adecuado (que vale tanto como decir racional y justo) para darles satisfacción.

60. Relación entre la ley y el progreso individual. –Ahora bien: la necesidad de la protección legal está en razón inversa del desarrollo mental de los individuos a quienes se concede, y va haciéndose cada día menor a medida que semejante desarrollo avanza; como la tutela se va haciendo tanto más innecesaria, cuanto más va acercándose el pupilo a la mayor edad y cuanto más se capacita para regir por sí mismo su vida, sin necesidad de coacción ajena. Para cierto número de individuos, naturalezas escogidas y superiores, podríamos decir, las leyes huelgan, y aun cuando éstas no existieran, ellos seguirían haciendo su vida ordinaria de un modo imperturbable, con tal de que los otros no les molestasen. La generalidad de ellos obran también, la mayor parte de las veces, como si no hubiera leyes. Y hay varias de éstas, como las penales, que sólo sirven para una porción exigua de ciudadanos, pues los demás no necesitan para obrar bien, representarse la amenaza de un castigo. Tanto menos infringe uno, ni siente tentaciones de infringir la ley (en el supuesto de que la estime justa), cuanto más convencido está de que esa infracción ha de perjudicarle a él más que a nadie. Tanto menos inclinado se siente a hacer el mal ajeno, o rehúsa hacer bien al prójimo, cuanto con mayor claridad ve que el mal que hago o el bien que deje de hacer, han de venir a refluir sobre él mismo. De lo cual se infiere que el medio mejor de abolir las leyes, y consiguientemente los males que originan, es volverlas innecesarias, haciéndose digno el hombre de vivir sin ellas, cumpliendo de buen grado las obligaciones que de un modo coactivo le impone ahora el legislador y persiguiendo voluntariamente la cohesión social y la ayuda recíproca de todos los asociados. El único procedimiento seguro para conseguirlo, es llevar al ánimo de los sujetos el convencimiento de que les es más útil buscar el bienestar de todos que el suyo privativo, y de que los favores que al prójimo se hacen, no tienen el carácter de mercedes gratuitas, sino el de servicios cuya recompensa se obtiene más o menos tarde y de cuyos beneficios todos participamos: no son obras meramente benéficas, caritativas, humanitarias; antes bien, son obras de estricta justicia. Y nada más a propósito para engendrar esta convicción, que la educación y cultura realistas, mediante las cuales los individuos ven por sus propios ojos, auxiliándose de las indagaciones hechas por otros individuos y de los datos suministrados por la estadística y la historia, que no hay parte alguna de la realidad que no se halle enlazada con las restantes, ni acción que no influya sobre las demás y sea influida, a su vez, por ellas; y, por consiguiente, que no debe uno jamás mirar como ajena cosa ni relación alguna, aún aquellas que a primera vista se presenten como muy lejanas.

61. Fondo libertario de algunas doctrinas. –Esa solidaridad humana voluntaria, querida por determinación espontánea , que repugna la coerción material, exterior, del Estado, viene siendo la exigencia de varias doctrinas filosóficas, jurídicas y sociológicas contemporáneas, las cuales, por lo mismo, proscriben, a lo menos en gran parte, la existencia de las leyes y de las autoridades como obstáculos para la vida social ordenada y verdaderamente humana. Así sucede con aquellas que protestan contra la concepción negativa del derecho, que es la corriente, y contra la consideración del elemento coactivo, exterior, retributivo, como esencial a éste, afirmando, por el contrario, que el derecho es un orden ético, de cooperación positiva, de prestación voluntaria de condiciones para la vida, de sacrificio caritativo de medios por parte de quien los tenga en provecho de quien los necesite; orden, cuya garantía propia no se halla, en realidad y en último término, fuera de la conciencia de los individuos. Esta última doctrina jurídica es la de Krause (el cual, sin embargo, admite la coacción), y en España ha encontrado bastante eco, ante todo en las obras de D. Francisco Giner , el cual le ha dado amplios desarrollos y nuevas y fecundas aplicaciones, y luego en algunos otros pensadores, discípulos suyos, entre los cuales son, quizá, los más importantes, bajo el respecto que ahora estudiamos, los Sres. Costa , Posada y Calderón .
Al género de las doctrinas antitautoritarias y antilegalistas pertenecen también, aparte de las anarquistas declaradamente tales, otras muchas, cuyos autores no reclaman para ellas esta denominación, y que hasta la repugnan: como la contractualista, de Summer Maine y Schäffle, entre otros, según la cual el contrato es superior al estatuto (ley impuesta) y constituye el ideal de las relaciones jurídicas; como la del régimen industrial, cuyo autor, Spencer, considera que la cooperación libre es forma mucho más progresiva que el régimen militar, de cooperación impuesta y autoritaria; como la del organismo contractual, de Fouillée, que afirma que el individuo debe llegar a hacer de buen grado aquello que ve ser conveniente para el organismo social; como la de la moral sin obligación ni sanción, de Guyau ; como la de Schuppe, para quien «el derecho y la ley son superfluos, y hasta absurdos, donde en absoluto imperan un conocimiento y un amor igualmente perfecto»; y el derecho y el Estado son formaciones históricas, contingentes, que si al presente se mantienen es porque «la perfección moral… no se ha alcanzado todavía, pero debe alcanzarse»; como la de Schmoller, el cual asegura que «en la perfección ideal se concibe una vida ética sin regla social y sin derecho; o más bien, en que derecho y moralidad coincidan con la interior disposición de los individuos»; como la de Duguit, el cual niega la personalidad moral del Estado, la soberanía, y aun el mismo principio de autoridad, y sólo reconoce como hecho fundamental de la convivencia humana y de la interdependencia de los hombres la solidaridad entre éstos, derivada, por una parte, de sus necesidades comunes, y por otra, de sus diferentes aptitudes y del consiguiente cambio de servicios; como otras varias. Quizá no estuviese fuera de lugar incluir en este número toda religión verdaderamente espiritual, y muy singularmente la cristiana, cuyo sentido íntimo es tan opuesto a todo aristocratismo, a toda violencia y opresión, sea de la clase que fuere, y tan conforme, por el contrario, con cuanto sea sacrificio, abnegación, amor al prójimo, fraternidad, igualdad, dulzura y mansedumbre… El anarquismo místico de un Tolstoy y de otros muchos pensadores y escritores antiguos y contemporáneos no tiene acaso otra fuente que ésta, es decir, el Evangelio de Cristo (aparte, claro es, el temperamento psicológico de cada cual, bien dispuesto a recibir los influjos de que se trata).

Lo que en todas las doctrinas mencionadas se viene persiguiendo no es, en suma, sino la substitución de la libertad racional, a la coerción externa y al libre arbitrio; la posibilidad de que el hombre obre, no ya por motivos extraños, que él no conoce y que sólo conoce el que le constriñe a obrar (autoritarismo), o sin motivo alguno, caprichosamente (libre albedrío), sino por motivos internos, sin encontrar estorbos para hacer el bien y para acomodar su conducta a las exigencias del orden que ha reconocido previamente como justo; la substitución de la libertad salvaje, propia del hombre que no conoce más guía en el obrar que el antojo infundado, el temor del castigo o el miedo a las represalias (libertad del hombre en el estado de naturaleza imaginado por Hobbes y algunos otros pactistas, pero que no deja de tener su representación en las mismas sociedades), por la libertad del hombre culto, que se considera necesitado a obrar en el sentido que le indica su conocimiento y el amor de las cosas y de las relaciones reales, y para quien el freno más eficaz contra las extralimitaciones consiste en la repugnancia nativa a obrar mal, en el predominio de la idealidad racional, y en último caso, en la persuasión de que todo cuanto haga en daño del prójimo redunda por fuerza, antes o después, en su propio daño.

62. Conclusión. –La supresión gradual de las leyes, a medida que se vayan haciendo innecesarias, no implica, como algunos creen, la abolición del Estado; lo único que implica es el reemplazo del Estado autoritario, basado en la fuerza, por otro Estado cooperativo, y cuyas funciones no sean propiedad, por decirlo así, del soberano, sino servicios colectivos, y cuyos órganos y funcionarios no tengan otro carácter que el de gestores de los intereses comunes, designados, por tanto, quizás, por la comunidad y responsables ante la misma.

Toda persona social, a diferencia de lo que acontece con la persona física, tiene que obrar siempre por medio de representantes; no puede realizar acto alguno sino de esta manera. Y como mientras los hombres vivían asociados tendrán que formar agrupaciones, personas sociales, para de este modo satisfacer mejor sus necesidades y cumplir sus fines (aun prescindiendo de la natural e inconsciente atracción de unos hacia otros), forzosamente habrán de existir entre ellos, al propio tiempo que normas de conducta que hagan posible la convivencia ordenada y faciliten la cooperación, ciertos individuos que en nombre y para provecho de todos desempeñen algunos servicios; aunque tales individuos no tengan el carácter de autoridades que manden y se impongan. De las cuales, por otra parte, no habrá posibilidad de prescindir totalmente, porque nunca dejará de haber personas físicas, como los menores, los locos, los delincuentes, sobre quienes sea preciso ejercer una acción tutelar y benéfica .

El dar desarrollo a estas ideas no entra, por ahora, en mi propósito.




VOCABULARIO



DE LAS PALABRAS TÉCNICAS CONTENIDAS EN ESTA OBRA


Acracia. –Falta de poder, y se aplica a la escuela de lo que pretenden que la sociedad puede vivir sin autoridad ni gobierno alguno.

Ad referendum. –Locución latina que se aplica a los acuerdos y convenios que requieren la condición de ser aprobados por la autoridad superior, especialmente de los convenios diplomáticos.

Anarquismo. –Sistema político según el cual la sociedad podría gobernarse sin gobierno establecido, o por lo menos sin gobierno central.

Anestésico. –Se dice de lo relativo a la anestesia, este es, a la privación total o parcial de la sensibilidad.

Antagónico. –Se dice de lo que está en lucha, en oposición con otra cosa.

Antinomismo. –Oposición a la ley. Escuela de los antinomianos, dirigida por Agrícola, doctor del siglo XVI, que declaró mala y perniciosa la ley, sosteniendo que solamente la fe es el fundamento de la salvación.

Apetencia. –Deseo instintivo que nos conduce hacia todo objeto propio para satisfacer una necesidad natural.

Arqueológico. –Lo que se refiere o pertenece a la Arqueología, palabra que, en su sentido más lato, designa el estudio de toda la antigüedad.

Arúspice. –Especie de sacerdotes romanos que se ocupan en el examen de las entrañas de las víctimas ofrecidas en sacrificio, y que según sus observaciones predecían los acontecimientos futuros.

Ateteológicamente. –Adverbio que significa: sin la noción de un fin determinado, sin una finalidad considerada de una manera abstracta y general.

Aubana. –Derecho de aubana; derecho en virtud del cual la sucesión de un extranjero no naturalizado, era atribuida al señor del lugar o al rey.

Causalidad. –Causa, origen, principio. Ley en virtud de la cual se producen los efectos.

Centrípeta. –Se aplica a la fuerza que en todo movimiento curvilíneo, tiende a llevar al móvil hacia el centro de la curva que describe.

Coacción. –Fuerza o violencia moral que se hace a alguna persona para obligarle a que diga o ejecute alguna cosa en contra de su voluntad o de su deseo.

Coerción. –Acción de contener algún desorden.

Consuetudinario. –Se dice de lo que es de costumbre.

Consulto. –Sinónimo de sabio, docto. (Véase Senado Consulto).

Contractual. –Se dice de lo estipulado en un contrato, de lo que es objeto mismo del contrato o que se relaciona con éste.

Cósmico. –Adjetivo que se aplica a todo cuanto se relaciona con el mundo, con el universo.

Ctética. –Actividad ctética, aquella tuvo ejercicio no estaba regulado por otra norma que por la violencia.

Despótico. –Se aplica a las disposiciones del que no se sujeta a la ley alguna; del gobierno que no reconoce más la ley que la voluntad del que manda.

Génesis. –Origen o principio de una cosa.

Dura lex, sed lex. –Locución latina, que significa: dura es la ley, pero es ley.

Etnología. –Ciencia que trata del conocimiento de los usos, costumbres, lenguas y demás cualidades distintivas de las razas en general o en particular.

Ex iure. –Locución latina, que significa: de derecho, por derecho.

Ex lege. –Locución latina que significa: de la ley, por la ley, lo que es de ley.

Ex nihilo. –Locución latina que significa: de la nada.

Fictio mentalis. –Locución latina, que significa: ficción mental, fábula, invención.

Ganancial. –Se dice de lo que es propio de la ganancia o pertenece a ella.

Heteronomía. –Poder que ejercen las leyes naturales sobre nuestras almas con cierta violencia, según el sistema filosófico de Kant.

Hiatus. –Palabra latina que significa: solución de continuidad; laguna en una obra; interrupción en una genealogía: momento de una obra teatral en el que la escena queda vacía.

Homines non requirunt rationes carum rerum quas semper vident. –Sentencia latina, que significa: los hombres no inquieren la razón de aquellas cosas que ven desde que nacen.

Il est dans l’air. –Frase francesa, que significa: está en el ambiente; es cosa evidente, es cosa que se presenta por sí misma, sin que nadie la busque. Se lee: il e dan ler.

Inferencia. –Acción y efecto de inferir, o sea, deducir una cosa de otra.

Ingénito. –Significa no engendrado; cosa connatural y como nacida con uno.

In integrum. –Locución latina, que significa: por entero, enteramente.

Inmixtión. –Gesto de mezclar una pequeña parte de la Hostia con el vino consagrado. Lo hace el sacerdote dejando caer en el cáliz un trocito que corta de la Hostia.

In puris naturalibus. –Locución latina, que significa: en pura naturaleza, y se aplica a las razas que se hallan en el estado primitivo de civilización. Por corrupción de esta frase, suele decirse: in púribus, que equivale a decir: en cueros.

Irrefragable. –Se dice de lo que no puede contradecirse; de aquello a lo cual nada puede oponerse.

Iteración. –Acción de repetir, de hacer de nuevo, y hacer dos veces la misma cosa.

Ius civile. –Derecho civil.

Ius gentium. –Derecho de gentes.

Jurisconsulto. –El que está versado en la ciencia del derecho y de las leyes.

Jurista. –El que conoce las cuestiones del derecho.

Juxta allegata et probata. –Locución latina, que se aplica a la verdad alegada y probada, a la cual han de atenerse los que administran justicia, aun cuando estén convencidos de que es contraria a la verdad verdadera.

Laissez faire. –Locución francesa, que literalmente significa: Dejas hacer, y se usa para indicar la pereza. Se lee: lesé fer.

Laudatores temporis acti. –Locución latina, que significa: alabadores de los tiempos pasados.

Laudo. –Sentencia que dan los árbitros en un asunto sometido a un estudio y resolución.

Leges faciunt crimina. –Locución latina, que significa: las leyes hacen los delitos; es decir, si no hubiera leyes no habría delitos.

Libertario. –Partidario de la libertad absoluta, de la abolición de toda ley y de todo gobierno.

Manus. –Derecho de poder, análogo al de la potestad paterna, que pertenecía a un marido con respecto a su mujer.

Mayestático. –Majestuoso, lleno de majestad.

Metáfora. –Figura retórica que consiste en trasladar una palabra del objeto, que ordinariamente designa, a otro objeto que tiene analogía en el primero. Por ejemplo, de un hombre valiente se dice que es un león; decir las riendas del gobierno, la nave del Estado, etc., son metáforas.

Misoneista. –Se dice del que es enemigo de las innovaciones de las novedades. Qué está aferrado a lo antiguo.

Mutualismo. –Sistema de organización social, propuesto por Proudhon y basado en el cambio directo de productos y servicios.

Nepotismo. –Desmedida preferencia que algunos dan a sus parientes en la repartición de gracias o empleos.

Nihilismo. –Sistema político que tiene por objeto la destrucción radical de las condiciones sociales presentes, sin pensar en substituirlas por otras definidas.

Nulium crimen, nuila poena sine lege. –Frase latina que significa: sin la ley no hay delito ni pena.

Omnímodo. –Que lo abraza y comprende todo.

Parásito. –Individuo que vive a expensas de otro.

Plebiscito. –Ley romana votada por los plebeyos a propuesta del tribuno. Resolución tomada por un pueblo o nación directamente por mayoría de votos.

Potestativo. –Se dice de lo que está en la facultad o potestad de alguno.

Proteccionismo. –Sistema de protección comercial que consiste en gravar con crecidos derechos de importación los productos extranjeros para minorar la competencia a los nacionales.

Sanctasanctórum. –Parte inferior y más sagrada del tabernáculo y del templo de Jerusalén, donde se guardaba el arca del Testamento, separada del santa por un velo. Lo que es de singular aprecio para alguna persona.

Senado consulto. –Decisión, decreto del Senado romano, y, por extensión, de un senado cualquiera. Los senados consultos no tuvieron en su origen carácter de ley, pero pronto adquirieron la forma imperativa propia de las leyes.

Simbiosis. –Asociación de dos o más organismos de especies diferentes que redunda en provecho de todos estos organismos.

Sine qua non. –Frase latina que significa: sin lo cual no; imposible sin esa condición.
Socialista. –Partidario del socialismo, sistema fundado en la igualdad de derechos y deberes, supuesta la abolición de todo privilegio por motivo de riqueza, de nacimiento o de herencia.

Sociólogo. –Persona que profesa la sociología o tiene en ella especiales conocimientos.

Sodomita. –Se dice del que ejecuta ciertos actos con otra persona del mismo sexo o contrarios al orden establecido por la naturaleza.

Sponte sua. –Locución latina que significa: por propio impulso, espontáneamente.

Statu quo. –Situación actual; estado en que actualmente se encuentran las cosas.

Supérstite. –Sinónimo de superviviente.

Suum quique. –Locución latina que significa: a cada cual lo suyo.

Teleológico. –Concerniente a la teleología, doctrina de las causas finales.

Teólogo. –Docto en teología, ciencia que trata de Dios y de sus atributos.

Tutelar. –Que ampara, protege o defiende.

Veleyano. –Natural o perteneciente a Veleia, antigua ciudad de Italia.

Vis inertiae. –Fuerza de la inercia; por virtud de la inercia.

Volición. –Todo acto de la voluntad es una volición.